11. El destello de la perdición

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Aaron comienza a correr hacia el coche.

Riley le sigue a un paso apresurado.

Addy la acompaña mientras echa unas rápidas miradas hacia atrás, contemplando la entrada del lugar del que acabamos de salir.

¿Y yo?, yo solo sigo a mis supuestos amigos por inercia.

«¿Qué es vivir por inercia?» me preguntó una vez aquel profesor de filosofía que tanto detestaba pero que al mismo tiempo apreciaba. En ese instante no supe responder, pero ahora mismo lo entiendo perfectamente, pues estoy realizando movimientos simultáneos con las piernas. Pero mi cordura y mi razonamiento se han quedado en el kamikaz junto a nuestra única oportunidad de ser libres.

«¿Cómo ha podido pasar?» me repito durante todo el trayecto hasta llegar al coche, en donde Aaron maldice mientras se pasa las manos por el pelo. Riley intenta consolarle y Addy sigue con la mirada hacia el bar.

—Serás gilipollas—murmuro tras no poder aguantar la rabia interna que nace en lo más profundo se mi ser.

—No te atrevas a echarme nada en ca...

—¡¿Cómo que no te eche nada en cara, Aaron?!—exclamo agotado—¡Te recuerdo que te estamos ayudando! O acaso se te ha olvidado, ¿eh?, ¿has olvidado como me viniste llorando aquel día diciendo que estabas en un lío?, un puto lío en el que tú mismo te metiste, pero que ahora se ha convertido en un maldito lio colectivo.

—Alexander, no es el momento —me susurra la chica de ojos marrones, saliendo de su extraño trance.

—Addy, no te metas por favor —pido antes de acusar con la mano al castaño que tengo enfrente — Tú no tienes ningún derecho a tratarnos tal y como nos tratas porque estamos haciendo esto por ti, pero eres tan egoísta que solo piensas en ti y solamente en ti.

—Para —me pide nuevamente la chica, pero la evito.

—Estás enfadado y por eso dices todas estas mierdas—responde el chico de ojos verdes grisáceos mientras se masajea el cuello.

—Eres y serás un mal amigo.

—Bien—acepta mientras deja caer sus brazos.

—Solo piensas en ti mismo—escupo —. Eres y serás un egoísta de mierda,

—Lo soy—afirma tranquilamente.

—Ojalá, ojalá...—intento decirlo, pero las palabras se atascan en la garganta, porque sé que en el fondo jamás me atrevería a pronunciarlas—. Vete a la mierda.

—Será un honor.

Y tras eso, me alejo dejando atrás a aquel chico que me acompañó desde los cinco años. El que se pasaba horas jugando conmigo, el que me hacía reír hasta en los días más lluviosos de mi vida y aquel que consideré como el hermano que nunca tuve.

Se dice que nuestra vida es como un tren. Un tren en el que nos subimos al nacer, y del que bajamos al llevar a cabo nuestro último suspiro. A lo largo de nuestra vida, muchas personas se van subiendo al vagón, pero la mayoría de estas solo son momentáneas, pues duran unos efímeros instantes en nuestras vidas. Sin embargo, hay algunas que suben en el momento menos pensado y nos marcan de una forma dolorosamente fuerte. Nos devuelven la sonrisa, la ilusión y la esperanza, pero al mismo tiempo, nos brindan el dolor que sabemos que algún día padeceremos al sufrir su marcha.

Aaron fue aquella persona que se subió en el momento menos pensado; yo acababa de mudarme de Atlanta y solo veía un futuro negro, pero este se vio iluminado con la sonrisa de mi mejor amigo.

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