1| Brisé.

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Niza

Es tarde.

Es siempre tarde cuando termino mis prácticas.

No recuerdo lo que es tomar una comida rápida, o un descanso o algo remotamente parecido a un descanso durante mis horas de práctica.

Y las horas de práctica son todos los días.

Algunas veces olvido cómo se siente el sol en mi cara, y tal vez suene muy dramático ya que nadie me obliga a hacer esto. Nadie me obliga a soportar la belleza y el horror de mi arte con esta exigencia absurda, con este enfoque enfermizo de superar al mejor y ser la mejor.

Nadie más que yo.

Y quizás ese es el peor contrato de esclavitud que existe: aquel que firmas contigo mismo.

Doy un profundo respiro intentando recuperar el sentido. El sudor corre por mi sien y los músculos de mis piernas se contraen por el esfuerzo excesivo.

Las otras bailarinas se han ido, al igual que la señorita Winslet, así que soy solo yo en el estudio, encarando los enormes, implacables y crueles espejos envestidos de fría sinceridad que iban del suelo al alto techo de la estancia, colocados sobre la madera pulcramente limpia.

Soy solo yo, y mi sudor y mi sangre y mis lágrimas, que no caen tan rápido como hacían antes porque me he acostumbrado a este tipo de martirio autoimpuesto.

No siento las puntas de mis pies y mis rodillas duelen, pero no me detengo, no mientras la música sigue sonando, reverberando en el enorme espacio una y otra vez.

Contemplo de reojo mi celular, que permanece conectado al reproductor en modo bucle para seguir practicando sin parar hasta conseguir ser la mejor.

No hay reloj en nuestro estudio. La señorita Winslet dice que deberíamos enfocarnos en lo que hacemos en lugar del tiempo, aunque nunca tengo prisa por salir. No tengo otra cosa más qué hacer. Vivo, como y respiro ballet. Así es como debe ser.

No tengo prisa por salir, tengo mucha prisa por mejorar.

Así es como debo esforzarme para recuperar mi beca.

«Aún tengo mucho qué hacer» pienso estresada, deteniéndome por un segundo y contemplándome en el espejo, mi pecho subiendo y bajando desesperado por recuperar el aire perdido.

Observo mi reflejo como el peor juez que hay sobre la tierra: reparo en la piel excesivamente pálida, como si estuviese hecha de porcelana y mi cabello rojizo que contrasta sobremanera con mi tez.

A mi madre le dijeron que era una chica con suerte cuando nací por ser pelirroja, que había sido bendecida por el sol.

Yo llevaba veintiún años de vida sin ver ninguna de esas dichosas bendiciones.

Las clavículas en mi cuello se marcan con cada respiro que tomo, mucho más notorias que la última vez que reparé en ellas. El leotardo de entrenamiento se ajusta a mi cuerpo, mi pecho plano y poco desarrollado y mi complexión tan delgada como una varita pero fuerte como la madera.

Mis piernas eran largas y estaban hinchadas por el ejercicio, endurecidas por el tiempo que llevaba practicando mi arte, y mis pies hechos jiras por el esfuerzo, por el trabajo arduo.

Me enfrento a mi peor verdugo y contemplo sus fríos ojos almendra, juzgándome tan duro que no puedo sostenerle la mirada y termino desviándola.

Mis músculos duelen, pero eso quiere decir que estoy mejorando. Más fuerte, más rápida, más flexible, más preparada, y con tanto por mejorar, no puedo irme aún, incluso aunque no pueda recordar cuándo fue la última vez que comí, o la última vez que me relajé; incluso aunque esté quedándome sin algo que está muy diluido para ser adrenalina o energía pero que de igual manera se las arregla para mantenerme en pie.

Indeleble [+18] [Libro 1 de la Bilogía Artes] DISPONIBLE EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora