36| Wabi Sabi [Parte 1]

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Clay

Mis pies apenas tocan las escaleras a medida que las subo y las suelas de mis botas rechinan sobre el piso lustroso del recinto mientras marcho, casi a trote, sobre él. Paso de largo la recepción y me encamino hacia el lugar de urgencias con el corazón martillándome las costillas. Me abro camino a empujones y codazos, e ignoro las protestas de los otros que esperan por noticias de sus seres queridos, sumergidos en la misma incertidumbre que parece ahogarme a mí también.

—¿Dónde está?—demando hosco cuando encuentro a mi hermano en la sala de espera del ala de urgencias.

Bryce se pone en pie enseguida e intenta tocarme el hombro, pero lo retiro.

—¡Bryce, responde! ¡¿Dónde está?!—no pretendo sonar tan alterado, pero la angustia me gana y oprime el pecho.

—Tranquilízate—me pide cerrando su mano en torno a mi brazo—. Lo único que conseguirás en ese estado es que te internen a ti también para sedarte.

Intento recuperar la respiración que he perdido en mi carrera desde el estacionamiento hasta el hospital. Inhalo, exhalo y las costillas me duelen por el aire que se me atora en el costado. Coloco las manos en mi cintura, clavo la vista en mis zapatos y me concentro en el desbocado latir de mi corazón golpeando contra mi caja torácica como si quisiera salir corriendo y emprender su propia carrera, ya por el maratón que corrí o por la angustia que lo aqueja.

No me gustan los hospitales. A este punto, no debería ser secreto para nadie que repudio muchas cosas: los lugares cerrados, los lugares atestados, los aviones, el sol, la arena, a los fanáticos religiosos, los paparazzi, el estofado de cerdo y un millar de cosas más, pero hay algo que encabeza la lista junto a los espacios que me generan claustrofobia: los hospitales.

Los hospitales con sus luces neón, sus paredes dolorosamente blancas salpicadas de un azul que tranquilizan una mierda, sus habitaciones pequeñas y sus aparatos que te mantienen conectado a la vida con un constante pitido. Lo repudio, pero, sobre todo, me enferma el hedor a muerte, desesperación y dolor. Está impregnado en todas las esquinas y recovecos de este lugar, y lo odio.

—¿Cómo está?—repito con la voz apretada cuando ya me he calmado lo suficiente.

Levanto la vista hacia Bryce, que juega con el anillo en su pulgar en un signo inequívoco de nerviosismo.

—Está...

—¡Habla, joder!

Da un respingo y me gano la mirada desdeñosa de unas cuantas personas que ocupan la sala, pero no me importa.

­—Está bien, Clay, Niza está bien—suelta con la misma lentitud con la que yo dejo escapar el aire.

—¿En qué habitación está? Quiero verla.

—No es buen momento ahora.

Acribillo a mi hermano por atreverse a impedírmelo.

—Quiero verla, Bryce. Si no me dirás tú en qué habitación está, entonces hazte a un lado.

Hago el ademán de ir hasta recepción cuando de nuevo se interpone en mi camino. Tenso la mandíbula, irritado.

—Los médicos dijeron que era mejor dejarla reposar por ahora. El golpe en la cabeza fue fuerte.

Me crispo apenas me dice la noticia, la angustia corroyéndome como ácido.

—¿Se golpeó la cabeza? ¿Cómo? Solo dijiste que se desmayó.

—Intentó sentarse, pero se desvaneció y cayó hacia atrás. La mesa del estudio estaba cerca y...

—¡¿Y no pudiste atraparla?!—bramo, sin importar que alzo una ola de murmullos inconformes a mi paso.

Indeleble [+18] [Libro 1 de la Bilogía Artes] DISPONIBLE EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora