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En la naturaleza del ser humano siempre han habido dos posibles maneras de lidiar con la culpa después de perder trágicamente a un ser querido: la primera era destrozándolo todo, haciendo trizas todo lo que esté de paso, prendiéndose fuego la piel para no sentir aquel dolor interior, para no consumirse. Ese era Sergio, que se había ahogado en la culpa de ese sacrificio, que había perdido el control total de sus esfínteres por primera vez en su vida.

Y mientras él destrozaba aquel pequeño cubículo de baño, la segunda manera se hacía presente dentro de ese despacho al interior del Banco de España: convertir la culpa en sed de venganza, lo cual recaía en Barcelona. A cada uno de los hijos de puta que habían conducido a Tokio a su propia muerte, los quería matar uno a uno, con sus propias manos, sin importarle las repercusiones que aquello tendría.

Pero ese sería solo el comienzo de su culpa.

Profesor, los militares quieren negociar. Repito, quieren negociar, solicito permiso para hacerlo. —se oyó la voz de Palermo a través del intercomunicador, y los ojos pardos de la castaña volvieron a encenderse como una ampolleta, cuando todavía era contenida entre los brazos de Berlín.

Fue esa simple frase la que despertó cada uno de sus instintos. Querían negociar. Después de haberle arrebatado la vida a Tokio, querían negociar. Querían tener esa chance de sobrevivir que le habían arrebatado a su amiga, por un sacrificio que a ella le parecía estúpido, innecesario. Hubiese sido tan sencillo como morir para que Tokio saliese de esa cocina.

Lo sabía bien.

Si ella hubiese muerto entre esas cuatro paredes, Tokio estaría viva.

Hijos de la gran puta. —masculló sobre el hombro de Berlín, intentando alejarse de su cuerpo, pero Andrés la abrazó con aún más fuerza contra él. No podía dejarla ir, porque en ese estado, no tenía ni puta idea de lo que ella sería capaz de hacer. —Suéltame...—exige, colocando sus manos sobre el pecho de Andrés para separarse, pero él no se lo permitió.

Tienes que calmarte.

¡Que me puto sueltes! —vocifera, intentando golpearle el pecho justo cuando él la tomaba con fuerza de las muñecas. Entonces, le tocó forcejear.

Maravilla, tienes que tranquilizarte. —pide Berlín, buscando mantener contacto visual para calmarla, pero su mujer estaba hecha una furia, como un huracán que acababa de llegar a la ciudad para arrasar con todo.

¡Que me sueltes ya, joder! —le grita, y de un fuerte forcejeo, logra escapar de los brazos de Berlín, poniéndose de pie y yendo directo a coger su fusil en el suelo.

Barcelona, vuelve aquí. —exige él, partiendo tras sus pasos de inmediato, pero la castaña no se inmuta, caminando con firmes zancadas hacia la escena. —¡Es una puñetera orden, vuelve aquí! —grita, pero nada cambia, y justo al final del pasillo, la pierde de vista.

Mientras subía las escaleras, su mente estaba completamente en blanco, vacía, su cuerpo estaba haciendo todo el trabajo por ella, pero dejándose guiar por esos impulsos cabrones que podían seguir cobrando vidas.

No le importó.

Tal vez porque eso era exactamente lo que quería: entregar la suya.

Pero no era la única, porque Río estaba incluso peor que ella, yendo con el arma mortal lista para usar, sin miedo a lo que viniese después, porque era ese mismo miedo el que los había llevado a estar en ese punto.

Sierra se ha llevado un coche. —Barcelona oye la voz de Sergio en su oído, pero el notición no la para, al contrario de Berlín, que detiene su persecución para repasar la información que su hermano acababa de darles. —Pero estamos saliendo tras ella.

BARCELONA; Berlín [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora