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Londres, Inglaterra año 1888

Empezar una vida nueva una vez que contrajeras matrimonio era lo que toda señorita de clase alta sabía, todos sus bienes pasaban a ser posesión de su esposo, dejaba su hogar, para dedicarse a lo que meramente estaban destinadas, ser las progenitoras del legado familiar de un hombre bien parecido, donde el amor no era más que mero interés.

Principalmente para la familia Manoban, donde por ser de clase media, no podía darse el lujo de criar a sus tres hijas, el matrimonio fue entonces la solución a sus problemas financieros, puesto que el Señor Manoban de ya avanzada edad no podía hacerse cargo ya de su familia, la única esperanza que tenían para resolver parte de sus problemas estaban en su hija mayor, una chica que gozaba de una agudeza de razonamiento que la distinguía del resto de sus hermanas a sus apenas 23 años, ella a diferencia de éstas, solía ser más reservada, no hablaba más de lo necesario, era inteligente y noble corazón, sin contar que era la que poseía más belleza en el pequeño pueblo en que vivía, su tez era demasiado pálida, no necesitaba llenarse de maquillaje ostentoso para lucir atractiva y tampoco de decolorar su larga cabellera rubia, pues poseía una belleza y gracia sin igual que cautivaba en sobremanera a cualquier joven bien parecido que deseaba desposarla,

─ Sé que ella puede ser un poco distraída, pero, vivir en la gran ciudad le hará bien. Aunque, debo decir, que como madre me duele mucho su partida, la extrañaremos demasiado ─ Dichas palabras fueron como vinagre en la garganta de la joven y bella Lalisa Manoban, que no pudo evitar escuchar a su madre conversar con su recién esposo Adam Wyllson.

Su matrimonio había sido arreglado por sus padres, el burgués Wyllson era ocho años más grande que Lisa, su suficiente edad le había dado la oportunidad de posicionarse como el dueño de una fundidora de acero en la Ciudad de Londres, era un hombre inteligente para los negocios, que pronto formó parte de la clase alta, aprovechando el auge de la Segunda Revolución Industrial para convertirse en parte de ése distinguido grupo que todos conocían como "los nuevos ricos".

─ Cinco mil libras al año, es demasiado para una chica tan aburrida y escuálida como tú ─ comentó su hermana Katheryn, que le seguía en edad y belleza, las chicas nunca acogieron a Lisa como su hermana mayor, principalmente porque la consideraban como una "bastarda" debido a que su padre en uno de sus tantos viajes había embarazado a un pobre mujer campesina cuando los ingleses se instalaron en el continente asiático, aun así Lalisa adoptó el apellido de su padre, puesto que su madre murió precisamente el día de su nacimiento, por lo que el Señor Manoban no quería dejar a la pobre chica huérfana.

─ No desgastes saliva hermanita, apuesto a que Adam se aburrirá de ella en menos de un mes, no dudará en venderla ─ añadió su otra hermana que se paseaba por la habitación de Lisa con listones que probaban en sus oscuras cabelleras. A Lisa no le hacía gracia los comentarios de sus hermanas, pero, nunca reaccionó mal y mucho menos les respondía de la misma manera, siempre se limitaba a sus deberes y las ignoraba como era costumbre, tal cual como lo hacía al terminar de empacar sus últimas maletas, donde una de ellas estaba repleta de libros que le encantaba leer.

Lisa no conocía bien a su actual esposo, apenas si lo había tratado una semana, no cruzaban palabras que no fueran meramente técnicas en cuanto a su matrimonio, pero al menos tenía la esperanza de que su vida con aquel hombre fuera mil veces mejor que la que compartía con su familia. A excepción de su padre ─ papá, soy Lisa ─ susurró la chica sujetando la mano de su padre, ésta era fría y débil ─ ya tengo que irme... ─ le hablaba. Su padre no hablaba demasiado, era tortuoso para el hacerlo, llevaba ya seis meses en cama, los doctores no le habían dado mucha esperanza de vida, la tuberculosis ya estaba demasiado avanzada.

─ ¿Li-li? ─ cuestionó el hombre intentando abrir los ojos, pero la imagen de su hermosa hija le era demasiado borrosa, aun así se alegraba de escuchar su tierna voz, ya que por su enfermedad ninguna de las Manoban se atrevían a estar muy cerca del hombre, a excepción de las criadas que algunas se contagiaron enseguida, y Lisa que lo visitaba de vez en cuando con un pañuelo en el rostro, solo como prevención, pero la muerte era algo que para ella no era de temer, puesto que era muy consciente de que morir era lo más normal en el ser humano, más aún en una Gran Bretaña donde las enfermedades estaban a flor de piel.

LA MERETRIZ - JENLISADonde viven las historias. Descúbrelo ahora