6.

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— Vamos a acompañarte un ratito. ¿Dónde vives?

— Cerca. — dijo, escuetamente.

— ¿A cuánto? — habló Myeong-hwan.

— Cuatro o cinco calles. — mintió.

— ¿A ver? — el enano se agachó, mirándole los zapatos y después subiendo la mirada — Debes estar cansada, no podemos permitir que te destroces los piececitos. Dio unas palmadas en las piernas de la chica; dejando su mano ahí y después subiéndola un poco, lentamente; se incorporó — ¿Por qué no traes el auto y la llevamos a su casa? — habló el más pequeño, dirigiéndose a su compañero, que quitó las manos de los hombros de la chica y desapareció de la calle. 

Naoko se movió, inquieta. 

— Hay una cosa en la que te equivocas, guapa. Si tuviera que amenazarte, lo haría sin gente delante — acercó su boca al oído de la chica —. Por ejemplo, ahora.

A la pelinegra la recorrió un escalofrío.

Dos chicos pasaron, uno era más bajito que el otro. Detrás iban dos chicas, una con una chaqueta color crema. 

— ¿Tanto te gusta?

— ¡Claro! ¡Comeré mucho! 

Cuando pasaron enfrente de ellos, Myeong-hwan se echó hacia atrás, dejándoles paso. 

— Buen día. — saludó el más alto de los cuatro.

— Hola. — dijo Myeogn-hwan; después le dio un rodillazo suave a Naoko.

— Hola. — habló la ojiazul.

— ¿Todo... bien? — siguió hablando aquel chico. Ella, con los ojos, dijo que no. Él lo notó, pero no podía hacer mucho por ella. 

— Sí. Vamos a acercarla hasta su casa. 

— Nosotros vamos de camino — seguramente mintió el chico —. No te molestes, si quieres la llevamos nosotros.

— No. Ella es nuestra amiga, nos preocupamos por ella. No dejaríamos que fuese con gente que no conoce. 

— Pero...

— Ey — dijo Myeong-hwan, acercándose al chico —. Desaparece. 

Los cuatro tomaron la indirecta y, serios, siguieron su camino. El auto parqueó delante de la acera y desbloqueó las puertas. Aquel chico que había intentado rescatar a la pequeña pelinegra se dio la vuelta, para ver cómo la subían a la parte trasera del coche. "Pobre chica" dijo, comentando la situación con sus amigos. Mientras, Naoko estaba sentada en el asiento al lado de la ventana.

— Cierra las puertas. — habló Myeong-hwan. Gwi-nam asintió y empezó a conducir. 

A Naoko le temblaba el cuerpo entero, acompasado con su respiración entrecortada. Tenía las manos entrelazadas, para que no le temblaran tanto. Miraba por la ventana, con los ojos vidriosos. Tenía pánico. ¿Cuánto tiempo llevaban conduciendo? Mucho, eso era seguro. Pero Naoko había perdido la cuenta del tiempo hacía no sabía cuánto. ¿Dónde estaban? ¿Dónde iban? ¿Qué iban a hacerle? ¿Iban a dejarla en medio de la nada y a pegarle cuatro tiros? El cielo comenzó a oscurecerse cuando dejaron atrás aquel cartel gigante que decía "Hyosan". 

Habían salido de la ciudad. 

Cada vez las calles eran peores. Se veía más miseria. O quizás no, quizás no tenía nada que ver con eso. A lo mejor sólo era el propio miedo de Naoko, que distorsionaba todo lo que veía. Los dos chicos no hablaban, aunque de vez en cuando cruzaban miradas o Myeong-hwan insultaba a Gwi-nam, pues este conducía como si quisiese morir. Pasaba por encima de todos los baches, cogía todos los huecos, giraba con brusquedad y se saltaba semáforos. Naoko iba rezando porque el auto chocase y muriesen los tres en el acto. Cualquier destino se le antojaba mejor que esperar por eso que aquellos dos gorilas fuesen a hacerle. 

— ¿Escuchaste eso? — preguntó Gwi-nam — Mi teléfono. Debe ser mi padre. — dijo, frenando el coche. Se dio la vuelta, mirando los asientos traseros. Myeong-hwan le dio una colleja, con mucha fuerza.

— ¿Qué pasa, marica? ¿Tienes miedo? Arranca. 

— Espera, se me ha debido caer el móvil.

— Luego contestas.

— No tardo nada. — se inclinó sobre los asientos de atrás, pasando por encima de Naoko.

— Pervertido. — rio Myeong-hwan.

Gwi-nam estaba tan cerca de Naoko que, como un gato, sentía el miedo de la chica. Metió las manos entre la puerta y el asiento, buscando a tientas el móvil. De un momento a otro, agarró la mano de la chica, quien intentó soltarse, pero él le quitó la idea de una mala mirada.

— No encuentro esta mierda, juro que ya voy. — dijo nervioso, guiando la mano de la chica a la manija de la puerta y la sostuvo ahí, mientras la miraba. Cuando ella asintió, él se quitó de encima, sacándose con disimulo el móvil del bolsillo y volviendo a los asientos, entre los insultos y amenazas de su líder. 

Naoko no quitó la mano de ahí, sólo miró a Gwi-nam, quien, de vez en cuando, le devolvía la mirada por el retrovisor.

— No veo ni una monja en bañador - se quejó Myeong-hwan —. Enciende las putas luces.

— No sé cómo se encienden. Te dije que no sabía conducir. 

— Que las enciendas — Gwi-nam siguió conduciendo, toqueteando todos los botones del panel de control del coche. Naoko iba nerviosa; tuvo ganas de pedirle que por favor mantuviese los ojos en la carretera, porque aunque hace poco hiciese aquel comentario sobre el choque, evidentemente no quería morir —. ¡Cuidado, imbécil! ¡Joder! — de un momento a otro, el carro se estrelló contra una farola, haciendo que los tres fuesen impulsados hacia adelante, frenados por el cinturón. El fino oído de Naoko escuchó el clic que indicaba que las puertas estaban abiertas. La ojiazul abrió la puerta, se bajó del coche y empezó a correr tan rápido como sus cortas piernas le permitieron. 

— ¡Mierda! — se quejó Gwi-nam — Mi padre me va a matar.

— ¡Será hija de puta! ¡Baja, baja, anormal! — Myeong-hwan se bajó del coche — ¡Persíguela, no seas imbécil! 

— No vamos a alcanzarla. Mañana en el colegio la buscamos. — se justificó el alto, mirando el golpe del carro. 

— Llévame a mi casa cagando leches. — exigió el enano, volviéndose a subir al auto.


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Naoko estaba contra la puerta de su residencia. Se dejó caer, sentada en el suelo, con la respiración entrecortada. Estaba agotada. Creía que jamás había corrido tanto en su vida, podría jurarlo. Al escuchar un motor apagó las luces, quedándose quieta, el conductor pitó dos veces y a ella le pareció eterno hasta que sintió que el coche volvió a arrancar. Cuidadosamente, Naoko se acercó a la ventana, mirando con cautela el jardín de la residencia. Vio su maleta tirada en mitad del césped, pero no tenía ganas o intenciones de bajar a buscarla. 

Se metió en la cama, mirando el techo. Y amaneció sin haber cerrado los ojos por más de dos minutos seguidos.

El gato que temía al ratón [ESTAMOS MUERTOS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora