Planta Baja

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Camila

Estaba cansada. Muy cansada.
Cuando entré en el apartamento a trompicones se me enganchó el pie en el escalón, perdí el equilibrio y casi me estampé contra la pared.
—¡Mierda! —Recuperé la estabilidad de un salto. El incidente hizo que la adrenalina inundara mis venas.
Por suerte, gracias a ello no había acabado llena de magulladuras.
Después de dos presentaciones agotadoras, lo único que quería era meterme en la cama y despertarme a la mañana siguiente. Por desgracia, mi trabajo no me lo permitía. Pero al menos disfrutaba de la tranquilidad que suponía haber expuesto bien los proyectos; estaba bastante segura de que iba a obtener una buena nota.
—¡Mierda! —repetí con un siseo al mirar el reloj. Me quité la ropa y fui al cuarto de baño para ducharme. Menos mal que me había comprado algo de comida de camino a casa, pero detenerme en la tienda me había hecho perder quince minutos de mi tiempo de sueño.
Cuando salí de la ducha, me sequé la melena con una toalla y me la recogí en un moño. Mi pelo mojado parecía más negro de lo usual. En el reflejo del espejo pude comprobar lo cansada que estaba y lo profundas que eran las ojeras que lucía bajo mis ojos color marrón.  Además de lucir ojeras, me había puesto máscara de pestañas negra y delineador.
Al terminar de arreglarme me quedaba poco más de media hora para llegar al trabajo. Iba demasiado justa de tiempo para sentirme cómoda, pero aún podía llegar a mi hora.
A veces pensaba que la decisión de trabajar toda la jornada mientras cursaba un máster de posgrado en Dirección y Administración de Empresas no había sido la más sensata. Había seguido estudiando sin pausa cuando obtuve el título, sin bajar el ritmo en absoluto porque tenía que seguir pagando el alquiler. Por suerte, mi apartamento quedaba muy cerca de la universidad de Boston.
Esa decisión también era la responsable de que no hubiera dormido casi nada en dos días, por lo que incluso el trayecto al trabajo me suponía una ardua tarea. Podía ir en metro, pero me iba a llevar más tiempo, y tampoco me gustaba regresar a casa en él a medianoche, cuando terminaba.
¿Por qué había aceptado hacer un turno justo después de los exámenes parciales? Porque, me recordé a mí misma, era masoquista y necesitaba con urgencia seguir ingresando dinero; además, podía dormir al día siguiente. Los alquileres en Boston estaban por las nubes, y si renunciaba al sueldo un solo día, no iba a ser capaz de pagar alguna de las facturas. Vale, de acuerdo, tenía los días de asuntos propios, pero los reservaba para cuando llegaran los exámenes de fin de grado. De hecho, ya había pedido casi una semana libre en mayo.
Antes de ir hacia la puerta, cogí un par de bebidas energéticas, abrí una y la apuré de un trago mientras bajaba las escaleras. Necesitaba cualquier tipo de estimulante. Y estaba segura de que me iba a tomar un café con leche doble cuando llegara al trabajo.
Los dioses del tráfico me sonrieron y llegué sin problemas. Después de encontrar sitio para aparcar, guardé la otra bebida energética en el bolso, cogí los zapatos de tacón y entré.
El Cameo era un magnífico hotel de cinco estrellas situado frente al mar, en el extremo norte de Boston. La habitación más barata costaba varios cientos de dólares por noche. No era de extrañar que allí se alojaran tanto celebridades como los ceo de las empresas más importantes.
Al llegar, me encontré con un silencio inquietante en la sala de empleados, donde no había nadie a la vista, lo que no era una buena señal. En cuanto salí para acercarme a la zona de recepción, en el vestíbulo, vi que no habían servido de nada todos mis ruegos para no enfrentarme a una noche difícil.
Era evidente que podía habérmelos ahorrado.
Los clientes se agolpaban ante el mostrador, y todos los recepcionistas y supervisores se apiñaban al otro lado. Ni siquiera oía mis propios pensamientos por culpa del volumen de decibelios con el que se proferían las quejas.
El maremágnum que me esperaba era lo que menos necesitaba en ese momento, y la tentación de darme la vuelta y huir fue muy fuerte. Estaba cansada y no me veía con ánimos para pasarme la noche atendiendo protestas después del día que había tenido. Mientras seguía allí como un ciervo paralizado por los faros de un coche, una mirada se clavó en mí.
¡Mierda!
Los ojos cafés de mi superior, Shawn, se abrieron de par en par con alivio, y me di cuenta de que había perdido la oportunidad de escabullirme por donde había venido. Me había visto.
Avancé arrastrando los pies, a punto de salir corriendo mientras él venía directo hacia mí.
—Gracias a Dios que estás aquí —soltó con un fuerte suspiro. Por su vestimenta y sus rasgos, cualquiera que no lo conociera podía pensar que todo iba bien. Seguía mostrando una imagen impoluta de pies a cabeza, desde el pelo castaño y bien peinado hasta el traje almidonado. Incluso su sonrisa se mantenía intacta y no parecía forzada.
Pero se trataba de una fachada. Tenía a Shawn bien calado, y, detrás de esa calma exterior, estaba a punto de volverse loco. Su mayor talento era no permitir que se le notara y transmitir serenidad ante cualquier problema que surgiera en el hotel.
—¿Qué está pasando y cómo puedo ayudar? —susurré.
Soltó una risa que me puso los pelos de punta.
—Lo siento, Camila. La única solución es que te enfrentes a ello.
Lo miré con los párpados entornados.
—No estoy segura de que ahora mismo me caigas muy bien.
—No digas eso; sabes que me adoras.
Maldito fuera por tener razón. Había empezado a trabajar en el Cameo tres años antes y me había ido abriendo camino hasta ocupar el puesto de supervisora a las órdenes de Shawn cuando lo habían ascendido. Era ingenioso y encantador, y eso había hecho que saliéramos alguna que otra vez, pero no era el momento adecuado para una relación.
—Si tú lo dices… —dije, burlándome de él.
Me pasó los dedos por el brazo y sus labios dibujaron una sonrisa.
—Me lo demuestras todos los días.
Me mordí el labio sin apartar la vista de sus ojos.
—Muy bien, deja de dar rodeos.
Se le borró la sonrisa como por ensalmo y se encogió un poco ante el volumen que alcanzó una voz que retumbaba por encima de las demás.
—El servicio de limpieza se ha saltado una planta entera.
—¿Qué? —Tal vez en algún hotel de menos categoría no habría supuesto una catástrofe, pero el Cameo atendía a la clientela más elitista, la que tenía las expectativas más elevadas.
Asintió.
—No han limpiado ninguna habitación. Ni las que ya estaban ocupadas ni las que están reservadas para clientes nuevos.
—¡Mierda! —siseé en voz baja—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora mismo están centrados en dejar lista esa planta; a los clientes con las quejas menos graves estamos ofreciéndoles compensaciones en forma de comidas y descuentos. A los que están llegando ahora los hemos trasladado a habitaciones mejores, y, además, estamos agasajando al resto; todo depende de cada caso en particular.
Asentí.
—Mejor tenerlos contentos. ¿Quién es el responsable de esa planta?
—Valeria está investigando el asunto. Nosotros nos hemos centrado en resolver los problemas uno a uno.
Se acercó a la puerta, pero yo me coloqué de forma estratégica para bloquear su huida.
—¿A dónde te crees que vas?
—Lo siento, Camila —aseguró Shawn; me cogió la mano y me puso las llaves en la palma. Luego abrió la puerta de su despacho.
Alargué el brazo y evité que la cerrara.
—¡Cobarde! —siseé.
Se volvió hacia mí y sonrió.
—Mañana te llevo de copas. Lo vas a necesitar.
Negué con la cabeza y puse los ojos en blanco.
—Pero pagas tú.
Si no me hubiera caído tan bien, le habría dado un puñetazo por el lío que me estaba cargando sobre los hombros, aunque en realidad no me enfrentaba a todo sola. Luis, el subdirector del hotel, estaba ocupándose también del asunto, lo mismo que Lucy, una de las empleadas. Luis se quedaba a menudo después de las cinco de la tarde, así que recé para que él no me abandonara también a mi suerte.
Con un profundo suspiro, me estiré la chaqueta y me acerqué a Vero, que estaba hablando con un cliente que tenía la cara muy roja. El hombre parecía nervioso, le temblaban las manos y pronunciaba las palabras con dificultad. Por otra parte, se negaba a dejarla hablar.
Le puse la mano en el hombro a mi compañera. Cuando se volvió para mirarme, un profundo alivio inundó su rostro.
—Tómate un descanso —le susurré.
Ella me lo agradeció y salió corriendo.
—Hola, señor. Le pido disculpas por la mala experiencia que ha sufrido hoy en el Cameo.
—¡Su obligación es que todo esté preparado! ¡Pero esa habitación es un antro de perdición! Botellas de cerveza, condones, espejos rotos y basura por todas partes. Haría falta una maldita vacuna antitetánica para que pusiera un pie allí. ¡Es inaceptable!
—Por supuesto. Es que hoy hemos tenido un problema técnico ajeno a nuestra voluntad.
—¡Eso no es asunto mío!
—No, señor, tiene razón. —Busqué en el ordenador una habitación libre—. Pero vamos a cambiarlo a una habitación mejor; lo trasladaremos a una de las suites junior, sin cargo adicional, por supuesto, durante el resto de su estancia. ¿Le parece bien?
Se retiró un poco; ya no estaba echado sobre el mostrador como si quisiera estrangularme. En cierto modo, parecía derrotado. Casi como si deseara seguir discutiendo pero mi inesperada respuesta no se lo permitiera.
Asintió.
—Me parece bien.
Uno de los trucos más valiosos que había aprendido a lo largo de los años que llevaba trabajando en el hotel era no permitir que la gente fuera consciente de cuánto te estaba afectando su actitud. Le dediqué mi mejor sonrisa, asegurándome de que se reflejaba en mis ojos. Al momento, empezaron a sangrarme los oídos por los gritos de una barbie de la jet-set que sufría una pataleta al otro lado del mostrador. Su queja era insignificante comparada con la del hombre al que acababa de atender. No quería decir que lo ocurrido en su habitación fuera excusable, pero que no le cambiaran las toallas y que no le vaciaran el cubo de la basura no era para ponerse histérica. Podía quejarse, por supuesto, pero no gritar.
—Aquí tiene, señor —dije al caballero mientras le entregaba la nueva llave—. Lo hemos alojado en la planta dieciséis. Una vez salga del ascensor, gire a la izquierda y su habitación quedará a la derecha. —Le sonreí y miré cómo se alejaba con un resoplido.
A lo largo de la siguiente hora se fueron disipando los enfados de los clientes, pero los gritos de descontento y las amenazas aún resonaban en mis oídos cuando terminamos, y la noche acababa de empezar.
Cuando llevábamos unos minutos relajados, Luis se dirigió de nuevo al despacho y yo lo seguí tras haberle dado permiso a Troye para que se fuera a casa.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, sentándome en una silla enfrente de Luis.
Negó con la cabeza y se frotó la cara con las manos.
—He hablado con Valeria y, por inexplicable que resulte, el equipo de limpieza que tenía asignada esa planta se la saltó de forma accidental.
Lo miré, anonadada.
—¿Cómo ha podido ocurrir tal cosa? Espero que los haya despedido después de lo que nos han hecho pasar y del dineral que ha perdido el hotel.
Asintió.
—Les han dado un aviso. Como se repita, los echan.
Gemí.
—Lo que significa que todavía tienen otra oportunidad de hacer lo mismo.
—Hemos manejado bien todas las consecuencias —comentó, ignorando mi comentario. Sabía que estaba de acuerdo conmigo; si alguno de los empleados de recepción hubiera hecho algo así, habría sido despedido en el acto.
—Gracias. ¿Te marchas ya? —pregunté, mirando el reloj. Eran más de las cinco.
—Sí —respondió, y se puso de pie—. Espero que todo esté solucionado y que no surja ninguna dificultad más; así el resto de la noche será coser y cantar.
—¿Coser y cantar? Todavía no hemos llegado a la mitad del turno y ya necesito un margarita lo más grande posible.
Me lanzó una sonrisa de ánimo.
—Sales a medianoche.
—Faltan demasiadas horas, sobre todo después del día que he tenido.
Forzó más la sonrisa.
—Lo siento.
Negué con la cabeza.
—No, no lo sientes.
Se rio.
—No, porque me has dado una gran idea, y quien va tomarse un margarita soy yo. Brindaré por ti. ¿A que eso te ayudará?
—No.
—Buenas noches, Camila.
—Hasta luego. —Me levanté para ir de nuevo a recepción, junto a Vero y Lucy.
—Muchas gracias, Camila —dijo Vero al verme aparecer.
—Se estaba pasando de la raya.
—Cierto, y no paraba de gritarme. No me dejaba pensar —explicó, llevándose los dedos a la frente.
—Estabas haciéndolo muy bien —aseguré para tranquilizarla—. ¿Por qué no me pones al corriente de todo lo que me he perdido?
Al hablar con ellas me enteré de que en la mayoría de las habitaciones habían quedado las camas sin cambiar, que no se habían puesto toallas limpias y que no se había retirado la basura; las tareas normales. Después de la primera oleada de protestas, habíamos reubicado a los clientes de diecisiete habitaciones y mejorado la reserva de cuatro de ellos. Por no hablar de las demás compensaciones que habíamos ofrecido a otros clientes afectados, como comidas gratuitas en el restaurante del hotel.
Esos cambios habían agotado la mayoría de las habitaciones disponibles, ya que el hotel se encontraba al ochenta por ciento de su capacidad.
En definitiva, era una de esas noches en las que no me gustaba nada ser supervisora. Y sí, claro que habíamos dado el mejor servicio a todos esos clientes, pero solo habíamos tenido una breve pausa. Poco después, otra oleada de gente llamó o vino a decirnos de que su habitación no había sido atendida por el servicio de limpieza. Había muchos ejecutivos alojados en el hotel durante la semana. Por suerte, todos eran clientes fijos, así que la mayoría solo presentaron sus quejas y quedaron apaciguados con unos cuantos desayunos gratuitos.
Sin embargo, como hotel estaba casi lleno antes de que ocurriera todo eso; al llevar a cabo todos esos cambios de habitación, no podíamos admitir a nuevos huéspedes.
Necesitaba ya un margarita, o un trago de tequila, aunque me conformaba con cualquier cosa que me calmara los nervios. Deseé que terminara mi turno de una vez, porque con la lentitud con la que el servicio de limpieza estaba arreglando la planta afectada, no podía dejar de pensar que iba a ocurrir algún desastre más.
En un corto descanso miré el teléfono y leí algunos mensajes que había recibido de Shawn. Uno era una foto de un margarita junto a una botella de tequila.
¿Mañana por la noche?
Sonreí antes de contestar con rapidez.
No me putees.
Concéntrate, ¿qué me dices de mañana?
Me resultaba difícil rechazarlo, pero estábamos atascados en ese punto desde que había obtenido el título y había empezado a trabajar en el hotel.
Lo siento, el jefe me ha puesto al mando.
Maldito capullo. Voy a tener que hablar con él muy seriamente.
Se me escapó una risita al leer su texto y le respondí.
Sí, échale un buen sermón al rubito del espejo.
Lo haré. ¿Lo dejamos para otro momento?
Mmm, ¿tú, yo y una botella de tequila en tu casa? Eso significa problemas.

Problemas muy tentadores, pero problemas al fin y al cabo. Entre nosotros había química, pero en las pocas citas que habíamos tenido un par de años antes, no habíamos pasado de compartir algunos besos.
Los problemas pueden ser muy divertidos.
Cierto, pero los problemas también pueden costarme el trabajo. Me aseguraré de que el gerente no lo sepa. ;)
Ya, estoy segura de ello.
Durante años habíamos bordeado la línea que separaba la amistad de una relación romántica, y siempre acababa diciéndome a mí misma que era mi jefe, y, por lo tanto, estaba prohibido. Además, estaba muy ocupada y no tenía tiempo para una relación. Sin embargo, seguíamos coqueteando cada vez que nos veíamos.
Sé guardar un secreto.
Pero no por mucho tiempo.
No quiero que seas un secreto.
El corazón me dio un vuelco y me mordí el labio, sonriendo al teléfono como una tonta. Me moría de ganas de abandonar el Cameo para siempre. No solo para poder tener un horario más normal, sino porque por fin iba a poder salir con Shawn sin que supusiera un conflicto hacer algo que estaba en contra de la política de la empresa. Desde principios de año el coqueteo se había intensificado porque ambos éramos conscientes de que la química que había entre nosotros podía cristalizar en solo unos meses.
Cerré la taquilla y fui de nuevo al vestíbulo para enterarme de cómo iban las cosas. Casi eran las siete y el ritmo de registros había disminuido. Estaba a punto de ir al Starbucks del vestíbulo cuando miré hacia la puerta principal y me fijé en el hombre que entraba en ese momento.
La escena me pareció sacada de una película, en la que el tiempo se ralentiza cuando hace su aparición una guapísima desconocida, con el viento soplando a su alrededor y una balada de fondo. Era la típica tía segura de sí misma, que rezumaba sexo y hacía mojar las bragas a todas las mujeres presentes.
Sí, fue uno de esos momentos…
Al menos, hasta que tropezó con el borde de la alfombra y estuvo a punto de caer al suelo. Recuperó el equilibrio lo más rápido posible y siguió avanzando con la vista fija en el suelo, pero ya era demasiado tarde. Las tres personas que estábamos en el mostrador lo habíamos visto todo y nos sentimos encandiladas por ella, incluso después de aquella entrada tan poco agraciada.
Un poco de torpeza resultaba entrañable, porque, dada el aura que desprendía, estaba segura de que podía demostrarme lo viril que era en muchos aspectos.
Lucy y Vero se rieron de su tropezón, algo que él notó enseguida.
Se acercó al mostrador y su mirada nos recorrió a las tres antes de clavarse en mí. Las miradas siempre acababan en mí. Después de todo, yo tenía la vestimenta más formal y el título de supervisora impreso en la identificación.
Además, las chicas seguían riéndose.
Una vez más, forcé mi mejor sonrisa, la más amistosa. Aunque mi pozo de la amabilidad se estaba secando, estaba segura de que no iba a poder mirarla sin sonreír: rasgos afilados, pelo negro, hombros anchos y labios carnosos hechos para besar.
Por la forma en la que iba vestida, no era una turista: traje azul marino a rayas de tres piezas, Rolex, bolsa al hombro y un iPhone en la mano junto con las llaves del coche de alquiler. Todo ella gritaba: «Estoy aquí por negocios».
—¿Los tropezones son algo común en este hotel? —preguntó.
La frase me pilló desprevenida y me quedé mirándolo. —¿Perdón?
Señaló el suelo.
—He tropezado con la alfombra —dijo. Me miró fijamente, sin sonreír. Su voz había sido tan cortante que estuve segura de que en una sala de juntas se crecía como un gigante—. No han comprobado que estuviera bien colocada.
Tenía razón: el borde de la alfombra estaba arrugado.
—Lo siento mucho, señora. Avisaré a alguien de inmediato para que se ocupe de eso.
Le lancé una mirada a Vero, que al instante cogió un teléfono para llamar a mantenimiento y que solucionaran el desaguisado. La gente iba a seguir tropezando en aquella alfombra si no la colocaban bien.
Resopló, claramente molesta.
—Quiero registrarme.
—¿A nombre de quién está la reserva? —pregunté, sin perder tiempo. Adopté de inmediato el «modo trabajo».
—Jauregui —respondió antes de sacar la identificación y una tarjeta de crédito. Miré su carné y me fijé en su nombre completo y su edad: Lauren Jauregui, treinta y cinco años. Joder, no aparentaba treinta y cinco años. No tenía ni una arruga en la cara.
Revisé el ordenador y comprobé que había realizado una reserva para quedarse dos semanas.
—Gracias, señora Jauregui. Aquí tengo su reserva. Parece que va a ocupar una de nuestras preciosas suites ejecutivas. Ya está preparada, así que, si firma los documentos, le haré entrega de las llaves —comenté con una sonrisa, sin hacer caso a su intensa mirada.
Saqué el recibo de la impresora y codifiqué la tarjeta.
—Por favor, firme aquí. Ocupará la habitación 1208. Los ascensores están al otro lado del vestíbulo. Cuando llegue a la planta doce, gire a la derecha, y a la derecha verá su habitación. ¿Puedo ayudarla en algo más, señora Jauregui?
Miró a Lucy y Vero, que seguían sonriendo como tontas. Tensó la mandíbula y me echó un vistazo más antes de negar con la cabeza.
—No. —Su voz fue seca, sin rastro de aquella efímera cordialidad.
Mantuve mi amabilidad; su cambio de humor no iba a afectarme, sobre todo, porque resultaba insignificante comparado con lo que había tenido que lidiar ese mismo día.
—Gracias por alojarse en el hotel Cameo. Si necesita algo, no dude en avisarnos.
—Gracias —respondió con una inclinación de cabeza antes de ir hacia los ascensores, con su enorme y carísima maleta de ruedas.
Estaba fuera de mi alcance, pero nada me impedía mirarla. Alojábamos a muchos clientes guapos, así como algunas celebridades, pero esa mujer ocupaba uno de los diez primeros puestos en la lista de los más atractivos. Al menos para mí.
—Bueno… —comentó Lucy a mi lado—. Chica, a veces no sé cómo lo haces.
—¿Hacer qué? —pregunté.
—Ser tan profesional todo el rato.
Sonreí y solté una pequeña carcajada.
—Son años de práctica.
Registramos a otro cliente antes de que la señora Jauregui apareciera de nuevo. Su rostro era una máscara de furia que me erizó el vello de la nuca.
—¿Cómo pueden darme esa habitación? —gritó en cuanto estuvo a pocos metros.
—¿Perdón?
—¡Es un puto desastre! ¿Es que siquiera se molestan en limpiarlas entre un cliente y otro?
Se me congeló la sangre en las venas. Joder, me había quedado tan prendada por ella que ni siquiera me había dado cuenta de que la reserva estaba asignada en la planta maldita.
—Lo siento mucho, señora.
—Lo dudo mucho. ¿Acaso es tan incompetente que ni siquiera sabe leer la pantalla para ver si una habitación ha sido adecentada? —se quejó.
—Mis disculpas, señora, hemos tenido algunos problemas…
—No me importa lo que les haya pasado… ¿Cómo se llama? —Se interrumpió y miró la chapa con mi nombre—. Camila. Camila, ¿hay alguna habitación limpia en el edificio?
—Le aseguro que todas nuestras habitaciones están muy limpias.
—Por lo que acabo de ver, no.
—Ha sido un incidente muy desafortunado —aseguré mientras me apresuraba a actualizar la pantalla en el ordenador. Teníamos una disponibilidad tan limitada que no había mucho que pudiera hacer—. Mil disculpas. Debí haberme fijado en el número de la habitación. Entrecerró todavía más los ojos.
—Sí, debió haberlo hecho.
Estaba poniéndome nerviosa, y eso amenazaba con matar mi sonrisa, pero me obligué a mantenerla intacta mientras le asignaba con rapidez una suite un poco mejor: una de las pocas que quedaban. En mi fuero interno quería abofetearla por ser tan gilipollas, y luego llamar a la camarera responsable del desastre y dejar que se entendiera con ella.
—La he reubicado en una de las suites ejecutivas con vistas al mar —comenté, codificando la nueva llave.
—¿Se hace personalmente responsable de la limpieza de esta habitación?
Deslicé las llaves por el mostrador.
—Puedo asegurarle, señora Jauregui, que esa habitación está impecable.
—Eso ya lo veremos —dijo, burlona, antes de volver a ponerse seria.

¿Negocios o Placer? {Camren Gp}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora