Capitulo 37

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Kathia


No tuve pesadillas esa noche, ni sobresaltos, ni escalofríos, ni sensaciones caóticas. Solo un sueño reparador con aroma a lluvia de primavera; el perfume de Cristianno me había rodeado durante toda la madrugada y se había quedado impregnado en las sábanas.

Fue precisamente eso lo que me despertó. Al ver que no estaba a mi lado, sentí algo de decepción y cierta incredulidad. Quizás todo había sido producto de mi imaginación... Pero no lo era. Porque Cristianno había dejado una pequeña nota sobre la almohada. Imaginó que yo despertaría y no creería que había pasado la noche abrazada a él.

"Buenos días", se leía. Y sonreí llevándome la nota a los labios.

Me la había guardado en mi vaquero y, a cada momento que me sentía al borde de estallar, introducía la mano en el bolsillo y acariciaba aquel pequeño trozo de papel. Fue lo único que me hizo más o menos llevadera aquella mañana desquiciante.

Estaba tomándome un café cuando Angelo entró en la cocina de la casa de su hermano rodeado de su séquito de hombres. Compartiríamos desayuno en el hotel con los periodistas más reputados. Aquellos que idolatraban al famoso juez por su estupenda labor en la sociedad romana y por lo maravilloso que era encontrarse de vez en cuando con un sobre con varios miles de euros. Los sobornos del Carusso eran un estupendo reclamo.

Y, mientras tanto, Angelo se vanagloriaba de su propia mierda.

Pensé que se trataba de un almuerzo normal: café, zumo, tostadas y conversaciones triviales, una hora como mucho. Pero resultó que eso solo era cosa mía. Nos acercábamos peligrosamente al mediodía.

Tuve una extraña sensación de Déjà vu. Había vivido aquel momento en varias ocasiones. La misma gente, la misma conversación, tal vez incluso las mismas palabras. Pero esta vez había un detalle que lo diferenciaba de los demás. Ahora sabía que Cristianno aguardaba tras la sombra de todos ellos. Y Enrico lo supervisaba.

Suspiré cabizbaja al tiempo en que sentía las yemas de unos dedos buscando los míos. Fueron suaves, delicados. Me sorprendió que Enrico me mostrara su cariño sabiendo que podían verle cualquiera de los comensales.

Me aferré a sus dedos sintiendo una extraña vigorosidad entre nosotros. Con ello me di cuenta de la verdadera intención de Enrico tras aquella caricia. Buscaba confort, necesitaba con urgencia alimentar su paciencia. Porque incluso a él se le agotaba en algún que otro momento.

Presté un poco de atención. No terminaba de escarmentar en lo que a Olimpia se refería. Aún no

comprendía cómo un solo cuerpo podía almacenar tantísima inmoralidad. Ella, con su aires de grandeza y emperifollada hasta decir basta, no dejaba de hacer insinuaciones sobre la verdadera causa de la muerte de su hija. Nadie allí sabía que había muerto por mi culpa y sus comentarios no daban indicios de que así fuera, pero ella sabía que yo los captaba y que me revolvían las entrañas.

Ojalá hubiera sido capaz de demostrarle en silencio que no me arrepentía de haberla desnucado. Pero me callé, y Enrico suspiró aliviado. Fue entonces cuando caía en la cuenta de que su papel era tan difícil como el mío. Él debía demostrar que había perdido a su querida esposa.

Me sentí una auténtica estúpida por no haber pensado en ello antes.

—Kathia, querida, supongo que dirás unas palabras el gran día, ¿no es así? —comentó una mujer sentada al otro lado de la mesa.

La inspeccioné. No tenía ni puñetera idea de quién era, pero me observaba como si me hubiera visto nacer.

—Te están haciendo una pregunta —me susurró Valentino fingiendo todo lo que pudo lo mal que le estaba sentando mi actitud.

4. DesafioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora