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Luego de mirarla fríamente como si quisiera estrangularla, ahora estando en sus cinco sentidos, él sólo bajó de la cama y salió de la alcoba dando un inmaduro portazo.

Quedándose sola, Luciana, fingió no darle importancia. Se acostó lento de lado sobre la cama, dejando por fin que unas (ya esperadas y retenidas) lágrimas saliesen de sus ojos. Pero ninguna de ellas era de esta época. Esas eran lágrimas que su pasado no dejaba de derramar. Eran lágrimas que sus cicatrices (tanto de su cuerpo como de su alma) podían explicar cómo es que Luciana las había conseguido.

Ella inhaló fuerte una vez, a partir de ahí, se negó a sí misma el derecho de sollozar.

Temía que Gateguard de Aries apareciese por esa puerta y la oyese. Y se regodease más con lo que había hecho.

Al diablo. A primera hora de la mañana, ella saldría de aquí y que él lidiase con sus pesadillas solo.

«Y si vuelve a molestarme...» pensó furiosa, apretando los dientes, reteniendo sus sollozos, «voy a denunciarle con el Patriarca».

No bromeaba y no se retractaría.

Si Gateguard de Aries volvía a pasarse de listo, creyendo que su dinero podía comprarla así, entonces que se preparase porque Luciana le demostraría (como acababa de hacer) que ella no era ninguna doncella indefensa con la que pudiese divertirse de esa forma tan maliciosa.

Ella era una mujer que, a su propio modo, también había librado feroces batallas en este mundo cruel.

Lloró, lloró hasta que pudo calmarse, y al final, se rindió ante el sueño.

El resto de la madrugada, ella se quedó durmiendo sola en la cama. Desnuda y a merced del viento frío que se colaba por la ventana.

...

...

Sus sueños no tendrían nada de sentido para ella en sus cinco sentidos, sin embargo, en este mundo de ilusión, Luciana estaba confiada.

En medio de una bella tarde soleada, ella caminaba por calle de Rodorio creyendo plenamente que esta era su realidad.

—Luciana, Luciana.

—¿Sí? —se volteó para mirar a Colette caminando rápido hacia ella con un bulto envuelto en cobijas.

—Perdón que te moleste, pero, ¿podrías cuidar a mi hijo? —se le acercó Colette, dándole un bebé en una manta color amarillo.

—Claro, cariño —respondió como si nada. De haber estado "en sus cabales", se habría preguntado por qué ese "bebé" era un muñeco de trapo con botones en los ojos. La Luciana del sueño, pensó que ese bebé era adorable—. ¿Vas a trabajar? —preguntó acunándolo en sus brazos.

—Voy muy tarde —respondió apresurada y preocupada, seguro, porque temía ser despedida—. Cuídalo mucho, nos vemos.

—Adiós, ¡ten un buen día!

Luciana acunó con más cariño al muñeco como si fuese un bebé dormido.

—Tranquilo, mamá pronto volverá. Nos la pasaremos bien tú y yo —le dijo en un tono juguetón, caminando con él por la plaza del pueblo.

Caminó y caminó hasta que se sintió cansada y se sentó en una fuente que originalmente no estaba en Rodorio, pero en su sueño sí lo estaba.

Dejó al bebé/muñeco en el piso pensando que no le pasaría nada ahí, acostado.

«Está dormidito» pensó con una despreocupación que Luciana originalmente no tendría.

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