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Luego de cerrar la puerta de la casa de Neola tras sus espaldas, Luciana (sintiendo su dignidad intacta) supo que debía moverse rápido; no podía permitir que el sol le ganase, y la noche cubriese su cabeza antes que un refugio.

Lo primero que hizo fue mentalizarse en que, ya sea que consiguiese un sitio donde dormir o no, ni por un segundo, debía plantearse siquiera la ridícula idea de volver con la cola entre las patas con la anciana.

Para empezar, su orgullo era demasiado grande como para rogar una vez más por un espacio en un sitio donde prácticamente nunca fue bienvenida. Además, Luciana tenía una responsabilidad muy grande con Colette. Como su mitéra, era su deber convertirse en ese modelo materno a seguir que la pobre rubita nunca tuvo.

Como mitéra, era el deber de Luciana mostrarle a Colette que, en un mundo gobernado por los hombres, ellas como mujeres no debían sentirse ni inferiores ni indefensas por no tener maridos a los cuales alimentar o satisfacer en la cama.

Ellas eran autosuficientes, eran trabajadoras, ¡y por todos los dioses que no iban a entrar en pánico por esto!

Si las amazonas de Athena eran capaces de sacrificar esa feminidad por el bien del mundo y demostrar que podían llegar a ser tanto o más fuertes que muchos hombres a su alrededor, entonces ellas como civiles también podían sobrevivir sin un hombre manteniéndolas. Y tenían a la propia Athena como ídolo; una diosa mujer consagrada a la batalla, una diosa que incluso fue capaz de superar al dios Ares en combate. ¡Vamos! Bastaban y sobraban casos donde una mujer demostraba ser bastante eficaz sin un marido/benefactor.

No por ser mujeres debían comportarse como el colectivo quisiese.

Luciana estaba decidida. Mostrarse débil ante Colette, no era nada conveniente para ninguna de las dos.

Así que, con sus mejores intenciones de seguir adelante, Luciana hizo memoria de qué posada le quedaba más cerca.

Una vez tuvo ubicado el lugar en su mapa cerebral, ella no perdió el tiempo y fue hacia esa dirección, arrastrando los costales de pertenencias, con todas sus fuerzas, producidas por la indignación que todavía sentía con respecto a Neola y su despiadada despedida.

»Espero que sus estúpidos hijos le hayan dado estúpidos nietos —maldecía a Neola y a toda su descendencia.

Ojalá hubiese podido gritarle a esa bruja todas las cosas que se merecía, pero no lo había hecho, porque en su momento Luciana quiso ser la madura de la situación, por lo que ahora le tocaba sólo pensar en las mil palabras que pudo haberle dicho; insultos y reclamos; antes de largarse.

Su enfado, así como su determinación, le daba la energía y el carácter que necesitaba para no retractarse y tratar de volver a aquella cueva del diablo.

Tuvo que cruzar casi medio pueblo, hasta que por fin pudo llegar (completamente sudorosa y cansada) al sitio planeado.

Al llegar, Luciana se dio cuenta que la posada no era como la recordaba; había sufrido ciertas modificaciones bastante buenas... lo que quería decir que posiblemente el costo de estadía sería bastante más costoso de lo planeado.

La posada no era un palacio ni un segundo pueblo, pero era bastante grande. Ordenadas con forma de U y estructura cuadrada, el sitio tenía varios cuartos uno al lado del otro con una barda enfrente bastante tradicional, que dejaba como única entrada un gran espacio sin puerta.

—Esto va a costarme un órgano —predijo esperando, en el fondo, lo mejor.

Arrastrando los costales, Luciana preguntó (adentro del gran apartado del fondo, una casa más grande que las otras que tenía de lado a lado) por el dueño. Resulta que el hombre había muerto hace tiempo, pero a cargo estaba su joven viuda, quien se tomó su tiempo para atenderla.

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