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Él se detuvo, pero no le preguntó por qué había hecho eso.

—Lo siento —musitó ella con las lágrimas corriéndole por sus mejillas—. Yo... lo siento.

Cuando aquel santo puso su otra mano encima de las suyas, Luciana cayó de rodillas.

—Lo siento —sollozó con dolor.

Lloró cuanto pudo.

Lloró liberándose un poco de su propio sentimiento de culpa.

Lloró no sólo por lo que había pasado con Colette y su hermano. También lloró para liberarse a sí misma, un poco, de su enterrado pasado, el cual, justo como la fosa de aquel asesino, estaba viendo nuevamente la luz.

Los huesos que ella misma había sepultado, estaban volviendo a aparecer, y traían consigo algo más brutal que recuerdos.

Una vez que Luciana se calmó, la mano del santo se posó sobre su cabeza.

A pesar de que no se veía que ellos dos tuviesen mucha diferencia de edad, Luciana, afligida y más que hundida en su propio huracán sentimental, consideró que esto era lo más cercano al toque de un padre que hubiese podido saborear en toda su vida.

—Levántate, mujer —dijo el santo con tranquilidad—, mantente de pie y sé fuerte. Todavía hay mucho contra lo que pelear, y arrodillada no podrás vencerlo.

Como si su cuerpo pesase el triple, Luciana se aferró a ese hombre mientras se incorporaba.

Esperó no estar siendo muy pesada para él.

Esperó... con el corazón, que este hombre no estuviese sintiendo un gran (y merecido) repudio hacia ella y sus actos... tanto estos, como los que se hallaban allá en su pasado.

—Recupérate. Debes hacerlo —le dijo a medida que ella lo soltaba.

—Lo sé —respondió con un gran nudo en su garganta, todavía sin las fuerzas de mirarlo a la cara.

—Sé que no soy quien para decirte cómo sobrellevar esa enorme carga que debes estar sujetando sobre tu espalda —susurró comprensivo—, sin embargo, sólo puedo decirte que no te vayas a caer, todavía puedes seguir.

—Lo sé —suspiró otra vez, usando su mano derecha para limpiar sus lágrimas.

Y vaya que eso último lo sabía muy bien.

—Y si algún día necesitas hablar, estoy en la Casa de Cáncer.

Profundamente asombrada por tal ofrecimiento, Luciana levantó la cara sólo para encontrarse con su espalda alejándose.

—Gracias —musitó conmovida—. Muchas gracias.

El sol estaba yéndose.

Debía hacerlo ahora o nunca.

Luciana se quitó las lágrimas de la cara, inhaló fuerte hasta que su nariz estuvo limpia, y se adentró a la casa donde Colette estaba leyendo un libro sobre la cama, en la alcoba de Luciana.

—¿Colette? —pasó luego de tocar, algo absurdo considerando que esa era su alcoba.

—¿Sí? Ehm... ¿estás bien, mitéra? —musitó Colette, acercándose hacia ella luego de cerrar el libro y dejarlo a un lado.

—No... no lo estoy —dijo entristecida, prometiendo que no lloraría hasta que esta difícil situación pasase y Colette no estuviese mirando—. Debes sentarte.

Colette no era estúpida, supo que algo malo había pasado. Luciana ya no podía retractarse.

—Colette, esta mañana, capturaron a un peligroso asesino...

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