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Justo como Nausica o Margot harían, para no perder propina, ella aceptó complacer a su cliente.

—¿Dónde? —dijo esperando y creyendo lógico que él no le pediría hacerlo sobre su pierna.

¿O sí?

—Enfrente —señaló con su mano derecha la silla vacía delante de él. Con la mano izquierda, seguía con su asunto con las patatas.

Inhalando aire, un poco confusa con esta situación Luciana mantuvo la calma y se sentó donde se le ordenó. De reojo, y sintiendo algo pegar con su nuca, Luciana se dio cuenta de que no sólo Margot se había detenido a ver lo que estaba haciendo, sino que, además, un par de jovencitas más la señalaron con sus ojos o dedos.

«Gracias a esto, me interrogarán hasta la muerte» pensó sin enojo ni pena, sólo sintiendo un poco de fatiga por adelantado y aburrimiento con respecto a tener que darles explicaciones a las otras chicas lo que había pasado con su cliente exclusivo.

Era un hombre. Un hombre como muchos.

Era un santo, de los más fuertes de la diosa Athena, pero era un hombre.

Envejecería como todos y...

—¿Te habrías sentado en mi pierna si te lo hubiese pedido?

Regresando rápido a la realidad, encontrándose con que él (sin dejar el puré) la estaba viendo entre su fleco, Luciana, sintiendo un poco de pena por estar compartiendo la mesa con uno de sus clientes más atractivos; y el que mejor le pagaba y trataba, de hecho. Pensó bien en sus palabras.

—¿Eso quería que hiciese? —soportando hacer una mueca de desconcierto, Luciana se mantuvo firme y soportó su mirada lo más seria, pero accesible, que pudo.

—Sólo responde.

Ella podría decirle que no, que ella no era de esas chicas. Pero, viéndolo desde otro ángulo. El joven hombre, que sin duda debía ser menor que ella, estaba perfectamente bien moldeado, además, no olía a sudor ni a ninguna otra suciedad, cosa anormal en los clientes frecuentes; más considerando su postura como un santo de Athena, quienes se supone, debían entrenar día y noche sus técnicas.

Seamos sinceras, si él le pidiese que se acostase sobre sus bien formados pectorales, ella lo haría. No es como si el santo le estuviese pidiendo un favor o servicio sexual, así que no se sentía extraña u ofendida por su pregunta, después de todo, llevaba casi 10 años trabajando aquí y durante ese tiempo, mantenerse muy cerca de sus clientes, y de sus manos, había formado parte del paquete laboral.

—Sí —dijo, manteniendo un tono neutro de voz.

Siendo sincera, no sólo lo haría porque él fuese un bello ejemplar masculino el cual podría ver hasta que sus ojos envejeciesen por completo, sino porque... él era su cliente.

Era su trabajo hacerlo sentir bienvenido y casi obligarlo a volver.

Luciana, antes de cumplir los 30 años, ya había complacido a varios clientes del pasado de ese modo, ¿qué le impediría hacerlo con él si se lo pidiese? Nada. Ese era su trabajo. Aunque, por supuesto de que, a medida que su contador de edad se acercaba al número innombrable para una mujer que se mantenía soltera, los clientes que le pedían su compañía de ese modo, iban reduciéndose. Como si todos se hubiesen enterado que ya tendría los 30 años y ella ya no sirviese como mujer.

En este caso, específicamente, lo que le sorprendía a Luciana era que este joven hombre le preguntase eso a ella.

Luciana no tenía que verse al espejo para saber que su cuerpo, con varios kilos extra, no solía ser el centro de atención de los hombres. Menos de los más jóvenes o, importantes, como él.

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