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Era ya un poco tarde por la noche cuando Luciana y Colette pararon de hablar de guisos que pudiesen realizar para el cumpleaños de septiembre, la chica estaba pensando en hacer algo grande, invitar a Nausica y Margot para comer todas juntas, pero Luciana tuvo que devolverla a la realidad diciéndole que tenían que acoplarse a su economía y evitar eventos tan grandes, y, aunque no lo dijo, ella pensó que celebrar su cumpleaños era algo sinsentido.

«Tengo tantas ganas de celebrar este año como las tengo de seguir sufriendo este dolor en mi vientre», trató de controlar su irritación.

De cualquier forma, Luciana no se atrevió a decirle algo como eso a Colette mientras ella hablaba y hablaba de todo lo que podrían hacer, desde pasear una tarde con algo de comida y disfrutar del aire libre; hasta organizar una cena con sus amigas. Nada de alcohol, por supuesto.

Ella se veía tan vivaz y entusiasmada, que no tenía ganas de arruinarle eso.

Si hacer una pequeña celebración, aunque sea para algo tan mínimo como el cumpleaños de Luciana, la hacía feliz, que así fuese. Después de todo, ¿quién era ella para bajarle los ánimos a una muchachita tan llena de ilusiones?

Lo único que hizo que Colette parase de hablar, fueron aquellos toques a la puerta.

—Bien, debo irme ya —resopló Luciana, tomando su costal pequeño con ropa, levantándose de su cama.

—Iré a cerrar la puerta con el seguro —musitó Colette, acomodándose una bata ligera encima de su camisón, siguiéndola.

Al instante en el que Luciana abrió la puerta, se quedó sorprendida cuando no sólo no vio a Gateguard de Aries, sino cuando miró un hombre que ella no conocía de nada.

Y... aunque sintiese que estaba pecando de infidelidad... quién sabe por qué, Luciana pensó que de haber visto antes a tan majestuoso monumento de hombre, ella lo recordaría.

—¿Hola? —instintivamente, tragándose su corazón, Luciana, al decir eso, arrojó su morral a un lado y se preguntó si se vería mal arreglada.

¿Por qué de pronto su pecho se había estrujado? Su garganta se había resecado de golpe, ¿sus manos sudaban tanto de forma natural? Nunca en su vida se había cuestionado si sería atractiva para algún hombre... bueno, quizás, sí; un par de veces. Pero esta era la primera en la que, los ojos que la veían de vuelta, parecían ser las de alguien muy importante al que ella debía causarle una buena impresión.

Algo en esa mirada la puso muy nerviosa, y no supo si eso era algo bueno o malo.

El caballero que la miraba desde el otro lado de la puerta era alto y fornido. Su largo cabello ondulado era de un color rubio; pero no de tonalidad oro, sino uno que podía fácilmente pasar como blanco. Lo llevaba amarrado en una media coleta baja que dejaba enfrente un par de mechones junto a un fleco largo. Los ojos de este sujeto brillaban en amarillo pálido, y su piel, perfectamente lisa y clara, incluso con ese pequeño lunar adornando arriba de la ceja derecha.

Todo en él podría ser considerado: per-fec-to.

Lo curioso era su vestimenta, muy llamativa a pesar de ser bastante oscura, casi siniestra; no era parte de ninguna moda que ella hubiese visto antes.

Si Luciana hubiese nacido un par de siglos atrás, en una tierra algo lejana; ella habría sabido que, salvo por la falta de una inquietante máscara, la ropa que llevaba el extraño, era la que usaban algunos hombres conocidos como los médicos de la apocalíptica Peste Negra.

De seguro, si hubiese sabido, qué había sido la Peste Negra y qué significaba esa ropa, ella habría cerrado la puerta para luego refugiarse junto con Colette, debajo de su cama.

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