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—Así es, amigo, quiero dos disculpas —de nuevo hizo un puño con su mano y alzó el dedo índice—. Uno, por secuestrarme y no importarte un cuerno si me matabas del susto anoche —alzó el dedo medio—. Y dos, por ser un perfecto imbécil desde el primer hasta el último minuto —arrastró esas últimas palabras lo mejor que pudo. No quería que él se perdiese de ninguna de ellas.

Bajó la mano con toda su indignación, y esperó, cruzando las piernas y los brazos.

—Como ves, no pido la gran cosa. Hasta estoy siendo generosa —sonrió con su propia malicia a flote—. Por casi matarme dos veces y hacer añicos mi orgullo, estuve a punto de mandarle una queja muy larga al Patriarca y rogarle que, por favor, te mantuviese a diez millas lejos de mí.

Luego de apretar un poco sus dedos sobre la mesa sin causarle daño, él se separó de la mesa e hizo un ademán de querer responderle, de querer justificarse por lo sucedido, posiblemente echándole la culpa a su desorden del sueño. Pero, al volverse hacia ella, pronto aprendió, con solo mirarla a los ojos, que, no sólo él podría ser una roca obstinada cuando quería.

Luego de un corto tiempo, enfrente a ella, Gateguard de Aries resopló resignado.

Mirándolo en silencio, Luciana no cantó victoria tan rápido.

—Bien —dijo él ocultando sus ojos con su cabello.

—Bien... ¿qué?

—Haré lo que quieres —gruñó como si las palabras le raspasen la garganta como espinas.

Perfecto.

Eso era lo que Luciana había sentido cuando él hizo menos el hecho de que le hizo un fuerte daño a su corazón y luego a su feminidad.

Ya estaban entendiéndose.

—Pues hazlo —susurró demandante, negándose a aceptar nada, hasta no tener lo más esencial: su respeto. Aun si para ello, tenía que forzarlo a dárselo.

Luciana no quería repetir la escena de esta madrugada, la cual aún le quemaba por dentro. Ni mucho menos quería sentirse a sí misma como una muñeca de felpa sucia a la que pudiesen apalear cada cinco minutos nada más porque él pudiese darle dinero. Si ella hubiese querido ese tipo de trato, o no hubiese tenido otra alternativa más que aceptarlo, Luciana se habría dedicado a la prostitución. Pero los dioses la bendijeron ofreciéndole esta vida pacífica y tranquila donde sus allegados la respetaban, y nadie, por muy santo dorado que fuese, iba a perturbarla sin salir rasguñado por eso.

Con una satisfacción y sensación de poder enorme, Luciana miró cómo Gateguard de Aries, uno de los 12 hombres más poderosos de la misma diosa Athena, descendía una rodilla al piso y con la otra flexionada, bajaba la cabeza mansamente.

De pronto, ella se sintió como una emperatriz o algún tipo de reina a la que habían ofendido, y el bufón de turno, estuviese rogando porque no le cortase la cabeza.

No te acostumbres, le advirtió su razonamiento.

Luciana lo sabía. Sabía que esta sería la primera y la última vez que él se inclinaría ante una mujer como ella de este modo. Por eso, iba a disfrutar lo más posible de este momento.

—No lo alargues —sonrió Luciana, sintiéndose generosa—. Te ayudaré, repite conmigo: "lamento profundamente casi haberte matado del susto anoche, y por haberte secuestrado".

Sin alzar la cabeza, él pareció haberse tensado.

—Lamento casi haberte matado —dijo rápido, entre dientes, y sin la emoción de arrepentimiento que ella quería oír de él.

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