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Las tumbas fueron bendecidas y Katniss regresó al dormitorio en busca de un poco de privacidad. Pero allí encontró a Peeta, taciturno, que miraba por la ventana hacia el lejano horizonte. En su mano tenía el contenido del paquete que le había dado Gale mientras el sacerdote recitaba sus plegarias sobre las sepulturas. Haymitch estaba junto al hogar con un brazo apoyado en el mismo, y con la punta del pie empujaba distraídamente algunas ascuas que habían saltado del fuego. Cuando ella entró los dos se volvieron. Katniss masculló una torpe disculpa y se volvió para retirarse, pero Peeta meneó la cabeza.

—No, no es necesario —dijo—. Ven, entra. Hemos terminado.

Katniss entró vacilante y cerró la puerta tras de sí, sintiendo sobre ella el peso de los ojos de los dos hombres. Enrojeció ligeramente pues ellos siguieron mirándola y les volvió la espalda cuando Peeta se dirigió a Haymitch.

—Lo dejaré en tus manos.

—Sí, señor —llegó la respuesta—. Yo vigilaré y cuidaré.

—Entonces, sabiendo eso, puedo quedarme tranquilo.

—Parecerá extraño, Peeta, después de estos muchos años...Siempre hemos luchado bien los dos juntos.

—Aja, pero hay una obligación y yo debo tener la seguridad de que la cuestión queda en buenas manos. Esperemos que no sea para largo.

—Estos ingleses son personas empecinadas.

Peeta suspiró.

—Sí, pero el duque lo es más.

Haymitch asintió y se marchó.

Katniss siguió recogiendo los trozos del cuerno de beber que ella misma arrojara contra la puerta la noche anterior, y los puso a un lado, evitando la mirada de Peeta. Miró a su alrededor en busca de su camisa desgarrada, con la esperanza de poder remendarla y seguir usándola, porque no le quedaba mucha ropa. Pero sus esfuerzos resultaron inútiles porque no pudo encontrar la prenda.

—Milord —dijo ella, con la hermosa frente arrugada por la confusión—. ¿Has visto mi camisa esta mañana? Sé que estaba aquí.

—La dejé sobre la cama —replicó él.

Katniss se volvió, sabiendo que era inútil mirar otra vez. Se encogió de hombros e hizo las almohadas a un lado.

—Aquí no está, señor mío.

—Quizá Hlynn se la llevó —sugirió él, sin mucho interés en el asunto.

—No, ella no entraría aquí sin tu permiso. Tiene mucho miedo de ti.

—La camisa ya aparecerá —dijo él, con cierta irritación—. Quítala de tu mente.

—Es que no tengo muchas —se quejó Katniss—. Y no tengo dinero para comprar más tela de lino. La lana es áspera sobre la piel, sin la suavidad de una camisa. Y tú ya has dicho que no te sobra dinero para mi ropa.

—Deja ya de hablar, mujer. Pareces igual a las otras hembras que lloran por una bolsa llena para sus gastos.

Por un breve momento, el mentón de Katniss tembló y ella le volvió la espalda a Peeta para ocultar esta debilidad que a ella le resultaba sumamente extraña. Llorar por una camisa desgarrada cuando toda Inglaterra estaba arrasada. ¿Pero lloraba por su camisa o por ella misma? Ella, fuerte, voluntariosa y decidida, ahora debilitada y sometida por un hombre que detestaba a las mujeres y que en este momento acababa de compararla con las prostitutas vulgares que frecuentaban los campamentos de los ejércitos.

El Lobo y La PalomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora