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El sol matinal había librado a las calles de la ciudad de las brumas de la madrugada cuando cuatro caballeros y una hermosa joven abandonaron la residencia del mercader y se entregaron a un lento paseo por la ciudad que despertaba. Pronto llegaron a una calle ancha, donde las gentes de la ciudad habían levantado sus puestos de feria y trataban de atraer la atención de los señores y las damas con sus voces estridentes. Había mimos y actores, algunos con máscaras talladas, que competían entre ellos por ganarse un público y recitaban versos con bromas groseras. Había grupos de acróbatas que saltaban en el aire desde trampolines. Había vendedores de golosinas, de vinos y de toda clase de comestibles. Había también ladrones y descuidistas, y timadores que ocultaban un garbanzo debajo de una de varias cáscaras de nuez y trataban de confundir al ojo.

La risa de Katniss sonaba alegremente y los cuatro caballeros normandos la escoltaban entre la muchedumbre que se hacía cada vez más numerosa. Jóvenes muchachos enamoradizos la seguían tratando de echar otro vistazo más a ese rostro encantador, y si se acercaban demasiado, se encontraban con la mirada ceñuda de uno de los caballeros que les llevaba una cabeza.

Siguieron paseando, y deteniéndose cuando alguna curiosidad o chuchería llamaba la atención de la dama. Katniss pronto comprobó que le bastaba expresar su admiración por cualquier fruslería para que la misma fuera comprada por uno de sus cuatro acompañantes. Fue Beaufonte quien la vio levantar un espejo de plata y corrió a su lado para comprarlo y ponérselo en la mano. Ella nunca había visto un espejo como ése y le agradeció sinceramente. Pero en adelante se mostró cautelosa en exhibir interés en esas mercaderías.

Los comentarios sutiles e ingeniosos de sir Gowain eran recibidos por ella con risas de placer, y el humor ácido de Peeta aumentaba la diversión. Beaufonte, un hombre generalmente silencioso, se reía del juego de los otros mientras Milbourne festejaba ruidosamente y repetía las bromas retozonas de Gowain.

El día estaba bien avanzado cuando Katniss tiró de una manga a Peeta y le rogó que la sacara de entre esa apretada multitud. Buscaron una calle lateral y pronto encontraron su alojamiento, donde Hlynn los aguardaba con una apetitosa comida. En ausencia de ellos había llegado un mensajero de Guillermo con la orden de que todos los lores y caballeros se hicieran presentes en la misa de Navidad ofrecida por el rey, seguida por la presentación en la corte y un banquete. Katniss sintió que se desvanecían sus esperanzas, porque había pensado pasar otro día con Peeta antes que interfiriesen las obligaciones de él.

Cuando fue recogida la mesa, permanecieron un rato alrededor del cálido hogar antes de ir a sus camas en preparación para el largo día que les esperaba. Katniss se vio nuevamente objeto de la atención de Peeta cuando él despidió bruscamente a Hlynn, y con dedos ansiosos empezó él mismo a desprenderle las ropas. Después fue levantada en brazos y depositada sobre la gran cama, pero ese normando sintióse amargamente decepcionado al comprobar que todavía no había alcanzado a pagar el precio de la buena voluntad de ella, porque aunque Katniss conoció otra vez las cimas del placer, después, él quedóse con la vista clavada en el techo mientras ella, a su lado, sollozaba contra la almohada.

***

Katniss se sentó sobre la cama con las rodillas levantadas debajo del mentón y observó a Peeta mientras él preparaba la ropa que se pondría ese día. Nuevamente eligió los colores rojo y negro. Después llamó a Sanhurst para que le preparara un baño, y por deferencia a Gowain, añadió unas gotas de sándalo para borrar los restos de lavando que pudieran persistir adheridos a su piel.

Katniss se rió de esta última precaución.

—Si quieres compartir nuevamente mi baño, milord —dijo en medio de sus carcajadas—, te dejaré la elección de perfumes.

El Lobo y La PalomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora