18

202 18 0
                                    

Eran los primeros días del segundo mes del año y las nieves del invierno se habían alejado, pero las lluvias heladas seguían llegando con regularidad y nubes bajas flotaban sobre las colinas. A menudo, densas nieblas llegaban rodando desde el pantano y permanecían todo el día sobre la pequeña aldea. El frío húmedo entraba hasta los huesos y hacía desear vehementemente la proximidad de un fuego vivo y crepitante para entrar en calor.

La cabaña de Mags se enfrió cuando Katniss apartó cuidadosamente a un rincón del hogar las brasas que quedaban, a fin de poder retirar las cenizas acumuladas y limpiar el fogón. Katniss sabía que Peeta debía de estar en el establo con sus caballos, atendiéndolos según era su costumbre cuando no tenía demasiadas cosas que hacer. Katniss había aprovechado esta oportunidad para ocuparse del bienestar de su madre y llevarle un poco de comida, a fin de que Mags no tuviera que aventurarse en la lluvia para conseguirla. La mujer estaba sentada en su rústica cama, con su sonrisa medio demente bailándole en los labios y los ojos brillantes en el interminable crepúsculo del interior de la cabaña, mientras observaba el trabajo de su hija.

Katniss sintió un dolor en la parte inferior de su espalda y se incorporó para tratar de calmarlo. El súbito movimiento hizo que la habitación pareciera girar brevemente y ella apoyó una mano en la chimenea de piedra para sostenerse. Cuando enjugó de su frente una gota de humedad, las palabras de su madre resonaron en el silencio de la habitación.

—¿El niño ya se ha movido?

Katniss se sobresaltó y se volvió para mirar a la mujer, con las cejas levantadas por la sorpresa y los labios entreabiertos en una rápida negativa. Bajó de la piedra del hogar y se sentó. Sus manos aferraron la pequeña escoba de ramas que tenía en el regazo y ella levantó los ojos en un mudo pedido.

—¿Creíste que podrías ocultármelo para siempre, criatura? —preguntó Mags, con los ojos brillantes de regocijo.

—No —murmuró Katniss, sintiéndose un poco sofocada en el aire confinado de la cabaña—. Demasiado tiempo he estado ocultándomelo a mí misma.

Había sabido desde hacía cierto tiempo que estaba encinta. Había un endurecimiento en sus pechos y su regla no había llegado a tiempo desde aquella noche con Gale. Una aflicción creció dentro de su pecho junto con un dolor sordo, y el peso de las palabras de su madre pareció caer como un nudo frío en su barriga cuando por primera vez reconoció para sí misma la simiente que allí crecía y se formaba.

—Aja. —La voz de su madre crepitó en sus oídos. —Sé que estás encinta, mi pequeña Katniss, ¿pero de quién?

Una risa estridente resonó en la habitación. Mags se echó hacia atrás, levantó las manos y se golpeó las rodillas. Después se inclinó hacia adelante y señaló a su hija con un dedo. Una risa sibilante salió entrecortadamente con sus palabras cuando susurró roncamente:

—¡Mira, hija mía! No estés triste. Mira. —Se meció regocijada en la cama. —Qué dulce venganza nos tomaremos de estos bribones caballeros normandos. Un bastardo de un bastardo.

Katniss levantó horrorizada la vista al pensar que podría llevar en su seno un niño bastardo. No podía compartir el regocijo de su madre y súbitamente sintió la necesidad de estar sola. Buscó su capa y apresuradamente huyó del olor sofocante del lugar.

El frío de la niebla sobre su cara la refrescó y empezó a caminar lentamente, tomando el camino largo para regresar a la casa, entre los sauces que marcaban el borde del pantano. Permaneció un momento en la orilla de un arroyuelo cantarino y creyó sentir que el agua se reía de ella. Katniss, una vez tan orgullosa, caída tan bajo. ¿De quién es el bastardo que llevas en tu seno? ¿De quién? ¿De quién?

El Lobo y La PalomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora