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Octubre 28 de 1066


Había cesado el fragor de la batalla. Uno por uno fueron apagándose los gritos y lamentos de los heridos. La noche estaba silenciosa y el tiempo parecía suspendido. La luna de otoño, tinta en sangre, brillaba cansada sobre el horizonte esfumado. De tanto en tanto, el aullido distante de un lobo rompía la quietud y hacía que el silencio que oprimía a la tierra pareciera más pesado, más fantasmal. Jirones de niebla flotaban sobre el páramo, entre los cuerpos destrozados y mutilados de los muertos. La baja muralla de tierra, precariamente reforzada con piedras, se encontraba cubierta con la heroica mortaja de los hombres masacrados de la aldea. Un muchacho, de no más de doce veranos, yacía al lado de su padre. Al fondo, elevábase la masa oscura del castillo de Darkenwald, con la aguja de su única atalaya apuntando al cielo. Dentro del castillo, Katniss estaba sentada en el suelo cubierto de tallos de junco, frente al trono desde el cual su padre, el ahora difunto señor de Darkenwald, gobernara a su feudo. Tenía atada al esbelto cuello una áspera cuerda, cuyo otro extremo estaba enroscado en la muñeca de un normando, alto y moreno, que descansaba su cuerpo encerrado en una cota de mallas en el símbolo, toscamente tallado, de la posición de lord Darkenwald. Gale Hawthorne observaba cómo sus hombres destrozaban el interior del castillo en una búsqueda furiosa de hasta el más insignificante objeto de valor. Los saqueadores subían y bajaban las escaleras que conducían a los dormitorios, derribaban pesadas puertas a puntapiés, vaciaban cofres y arrojaban los trofeos más valiosos sobre una gran pieza de tela, tendida ante el jefe. Katniss reconoció, entre los otros tesoros que habían embellecido su hogar, su daga enjoyada y un ceñidor de filigrana de oro que hacía un momento le había sido arrancado de las caderas.

Entre los hombres estallaban discusiones por la posesión de alguna pieza codiciada, pero eran rápidamente silenciadas por una enérgica orden del jefe. Habitualmente, el objeto motivo de la disputa era añadido, a regañadientes, al montón que crecía continuamente ante él.

El ale corría libremente y era bebido en abundancia por los invasores. Carnes, panes y cualquier cosa comestible que cayera en sus manos, eran devoradas al instante. El caballero de las hordas de Guillermo que tenía a Katniss sujeta con la cuerda, bebía del vino que llenaba su cuerno de toro ahuecado, indiferente a la sangre del lord de Darkenwald, que todavía oscurecía la cota de mallas de su pecho y sus brazos. Cuando ninguna otra cosa requería su atención, el normando tiraba de la cuerda y hacía que las ásperas fibras lastimaran brutalmente la piel blanca y suave del cuello de la joven. Cada vez que las facciones de ella se crispaban en una mueca de dolor, él reía cruelmente por haber provocado una reacción en su cautiva y su pequeña victoria parecía aliviar su malhumor. Sin embargo, le hubiera gustado mucho más verla rebajarse y prosternarse implorando misericordia.

En cambio, ella mantenía una actitud alerta y vigilante, y cuando lo miraba a la cara lo hacía con una calma desafiante que lo enfurecía. Otras se habrían arrastrado a sus pies y le hubieran rogado que tuviera piedad. Pero esta muchacha... había en ella algo que parecía sacar una ligera ventaja cada vez que él tiraba de la cuerda. El no podía llegar a las profundidades de la reserva de ella, pero decidió que la sometería a una dura prueba antes de que terminara la noche. Cuando él y sus hombres irrumpieron en el castillo después de derribar la sólida puerta, las encontró, a ella y lady Mags, su madre, enhiestas y serenas, como si las dos solas quisieran hacer frente a todo el ejército normando invasor. Con su espada ensangrentada en alto, él se detuvo apenas transpuesta la puerta, mientras a su lado sus hombres pasaban corriendo, en busca de otros que estuvieran deseosos de luchar por lo suyo. Pero al no encontrar a nadie más que estas dos mujeres y varios perros que los recibieron con ladridos y gruñidos, bajaron sus armas. Con unos cuantos golpes y puntapiés bien aplicados, sometieron a los perros y los encadenaron en un rincón. Entonces se volvieron a las mujeres, quienes no lo pasaron mejor. Su primo, Seneca Crane, avanzó hacia la muchacha con la intención de apoderársela. Pero en cambio se encontró con Mags, quien se arrojó en su camino con el propósito de no permitirle que se acercara a su hija. Él trató de empujar hacia un lado a la mujer y ella, con dedos como garras, trató de quitarle el puñal que él llevaba en su cinturón, y lo hubiera conseguido, pero él lo advirtió a tiempo y derribo a la mujer de un golpe aplicado con su puño cubierto con el guantelete de hierro Katniss soltó un grito y cayó al lado de su madre. Antes que Seneca pudiera reclamarla para él, Gale se interpuso, arranco la redecilla de la cabeza de la joven y dejó en libertad una reluciente masa de cabellos castaños caoba. El caballero normando envolvió su mano en esa sedosa melena y obligó a la muchacha a ponerse de pie. Después la arrastró hasta una silla, la hizo sentarse con un brutal empellón, y le ató las muñecas y tobillos a la gruesa armazón de madera para que no pudiera seguir interfiriendo.

El Lobo y La PalomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora