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Peeta salió furioso de la casa señorial y cruzó el patio, con el rostro dirigido al sol poniente, con intención de aguardar a que su cólera se apaciguara.

Súbitamente hubo un grito en el patio y un brazo señaló. Peeta miró en la dirección indicada y vio una nube de humo negro que ascendía desde atrás de la cresta de una colina. Rugió una orden, y varios hombres saltaron a sus caballos, Haymitch y él se acomodaron en sus sillas de montar. Los grandes cascos de los animales arrancaron la hierba pardusca del otoño cuando se alejaron velozmente de la casa señorial.

Momentos después habían pasado la cresta de la colina y descendían a la carrera hacia la granja que estaba abajo, donde una gran parva de paja y un pequeño cobertizo ardían furiosamente, despidiendo el humo denso que habían visto. La escena que se desarrollaba antes los ojos de Peeta hizo que los pelos de su cuello se erizaran de cólera. Siete u ocho cuerpos estaban tendidos en el lugar, entre ellos los de los dos alabarderos que había enviado como guardias. Los otros eran unos hombres andrajosos, que tenían clavadas las flechas disparadas por los arcos de los guardias normandos. Cuando se acercaron a la cabaña, una mancha informe de color se convirtió en una muchachita, brutalmente maltratada y muerta entre los jirones de sus vestidos. Una anciana, golpeada y aturdida, salió arrastrándose de una zanja y cayó sollozando al lado de la niña. Tal vez una docena de hombres huía a pie a campo traviesa, pero lo que llamó la atención de Peeta fueron seis jinetes que desaparecían en un bosquecillo apartado.

Gritó a sus hombres que rodearan a los que huían por el campo y enseguida hizo una señal a Haymitch y los dos emprendieron la persecución de los que escapaban a caballo. Los vigorosos animales normandos conocían su trabajo, y sus músculos se contrajeron y estiraron en un veloz galope devorador de distancias, que rápidamente los hizo alcanzar a los fugitivos. Cuando acortaron la distancia que los separaba, Peeta desenvainó su espada y elevó la voz en un iracundo grito de guerra. Dos hombres redujeron la marcha y se volvieron para enfrentar a sus perseguidores. Peeta siguió de largo unos pocos metros, pero Haymitch los embistió de lleno con su gran cabalgadura y derribó a uno de ellos mientras su hacha se hundía profundamente en el pecho del otro. Una mirada hacia atrás indicó a Peeta que Haymitch no estaba en peligro mientras presentaba batalla al superviviente.

Peeta dirigió su atención a los cuatro que iban delante de él. Estos merodeadores, creyendo que se encontraban en situación ventajosa, también redujeron la marcha y se dispusieron a presentar batalla. Nuevamente, el escalofriante grito de Peeta resonó en los bosques y su gran cabalgadura no se detuvo; si no que se lanzó de lleno contra los caballos más pequeños. La espada y el escudo de Peeta sonaron con sus golpes, después la larga espada silbó y partió a uno desde la coronilla a los hombros, dejándolo muerto en la silla, mientras el caballo se alejaba tambaleándose. La furia de la carga llevó a hombre y jinete a través de los otros. Guiado por la rodilla de Peeta, el caballo se detuvo de pronto y giró a la izquierda, de modo que la gran espada trazó un amplio círculo, recibió impulso adicional y atravesó el escudo de otro para hundirse profundamente en su cuello. El hombre soltó un grito estertoroso y Peeta levantó el pie y de una patada separó al cuerpo de su espada. El tercer hombre levantó su acero para golpear y enseguida quedó mirando fijamente, aturdido por el horror, su hombro sin brazo. La espada volvió para poner fin a su dolor en una corta embestida, y el hombre cayó debajo de los cascos de su montura. El último, al ver caídos a sus compañeros bajo el relampagueante acero de Peeta, se volvió para huir y recibió la espada de lleno en la espalda. La fuerza del golpe lo envió rodando de cabeza al suelo.

Haymitch llegó para unirse a la lucha pero encontró a Peeta observando la escena y limpiando cuidadosamente la sangre de su larga espada. El nórdico se rascó la cabeza y miró los hombres andrajosos, desaseados, que estaban en el suelo, los cuales, pese a su aspecto miserable, llevaban armas y escudos de caballeros.

El Lobo y La PalomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora