Prólogo

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Las luces rojas, azules y amarillas emitían unos destellos cegadores a cada giro de la bola de discoteca.

La inmensa multitud de gente se movía al ritmo de una música demasiado alta, en un cubículo demasiado pequeño, con copas demasiado llenas, y una humareda terminaba de embriagar a aquellos que sobrevivían al resto del ambiente.

Unas manos solemnes reposaban sobre mi cintura, descansando como si la fiesta que nos rondaba no fuese con su dueño.

Firmes y decididas, parecían querer venerarme como si una parte de él supiera quién era yo en realidad, como si el destino hubiese sido pactado mucho antes de que éstas llegasen a su posición actual.

Supongo que, en ese momento, debí haberlo imaginado...

—¿Vamos fuera? - la voz del desconocido resonó por encima de la música.

La oferta era tentadora y los ojos del chico en cuestión, un completo enigma.

Hizo el amago de sonreír y con ello me facilitó la respuesta a una de las decisiones más sencillas de las que tomaría esa noche.

—Por supuesto.

Terminó de esbozar la sonrisa.

—Pero primero tengo que...

No llegué a completar la frase cuando el familiar cosquilleo que amenazaba con excluirme de mi realidad casi a diario me invadió.

Una sensación que ascendía desde los pies hasta inundarme todo el cuerpo, y que siempre había considerado como una manta que me iba cubriendo de los pies a la cabeza, se hizo presente en el momento más inoportuno posible.

Para variar.

Mierda.

Ni siquiera busqué una excusa u ofrecí una explicación.

Sabía muy bien lo que implicaba y era perfectamente consciente de que no había elección cuando alguno de ellos me necesitaba.

Interrumpí el coqueteo y me alejé de mi conquista de la noche a toda velocidad, en dirección a un sitio en el que pudiese descansar sin montar un numerito, y chocando en el proceso con algunos entes danzantes de la discoteca.

Encontré el lugar perfecto entre varios borrachos y la cara de uno de los dos únicos amigos reales que tenía en la Tierra.

-Blanca, me va a pasar. - le grité. - Vigila, por favor.

El sueño me invadió de golpe.

Mercedes, 82 años, Bogotá, Colombia:
Despierto en un cumpleaños a miles de kilómetros de mi ubicación real.

"Cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños Mercedes, cumpleaños feliz" una familia canta alrededor de la inusualmente recargada mesa de camilla del salón.

La protagonista de la historia, una anciana de pelo canoso y ojos grises, se inclina a soplar las velas que confirman su octogésimo tercero cumpleaños mientras pide el mismo deseo que todos los años: reunir a la familia.

A pesar de encontrarme a varios metros, observo cómo se marcan unas delicadas patas de gallo alrededor de sus ojos y varios pliegues en torno a la comisura de su boca. Tiene las típicas arrugas de quien ha pasado una vida entera sonriendo, aunque la suya nunca haya sido fácil.

Dirijo la mirada al resto de personas que conforman los invitados de la celebración y siento que se me encoge el corazón al comprobar cómo, una vez más, Denys y Ester siguen teniendo 8 años.

No han crecido nada durante los últimos 4 años en los que el sueño se repite en bucle, lo cuál refleja que no ha renovado el recuerdo que tiene ellos... tampoco han ido a visitarla este año.

Y, sin embargo, no por ello deja de regalarles todo el amor que tiene, e incluso el que no.

Joder.

Si tan sólo pudiera ofrecerle lo que tanto ansía sin ponerla en peligro, si tuviese la certeza de que únicamente le estaría haciendo un favor, yo...

La risa de los niños me ayuda a sacudir los inútiles sentimientos que últimamente me acechan y me obliga a centrarme en admirar la escena. Con todos tomando un trozo del pastel y contando anécdotas del colegio, del trabajo y de las vacaciones.

En cierto momento, observo como la señora de la casa levanta la cabeza y la dirige hacia la esquina en la que reposo, silenciosamente, vigilando el sueño.

Sus ojos se deslizan desde la cornisa, hacia el suelo, pasando por la pared en la que me apoyo con cuidado.

Por una milésima de segundo, contemplo la opción de que me esté mirando directamente y sus dulces ojos sean una invitación a su fiesta imaginaria. Pero deshecho la idea casi sobre la marcha.

Se supone que no soy más que una espectadora externa de su fantasía, una sombra que observa su imaginación en tercera persona, siempre atenta a las consecuencias...

Mis dudas terminan de desvanecerse cuando noto el leve cosquilleo en los pies que implica que el tiempo se está agotando y que mi breve paseo por el escaparate de su subconsciente llega a su fin.

De forma atropellada, aparece la última escena que sin falta acompaña mi rutina de trabajo. Se manifiesta ante mí en forma de un enorme portal tallado en madera negra con detalles dorados sobre un fondo oscuro, casi desdibujado.

Si no fuera porque estoy acostumbrada a ver el escenario prácticamente a diario, me sentiría sobrecogida ante una entrada de tal magnitud y un entorno tan sombrío. Pero mis años de experiencia me recuerdan que el peligro está fuera de ella, y no dentro.

Descuelgo de mi cuello la llave maestra de la que depende que el sueño se cierre con éxito y, de nuevo, me invaden las dudas.

Es el momento de cerrar la fantasía y no logro entender por qué mi mano permanece inmóvil frente a la imponente cerradura con forma de estrella y semiluna.

¿Por qué estoy teniendo la tentación de dejar abierto este sueño...? Está claro que no es realista: Su cumpleaños es dentro de unos días y sería de locos aspirar a reunir a toda la familia basándonos sólo en un deseo, ¿no es así?

Cierro los ojos y rememoro su último cumpleaños: solitario, con una triste video llamada y un pastel mustio que la cuidadora no fue capaz de terminar. Pienso también en su constante y creciente necesidad de verles a todos. Necesidad que le inunda la mente cada vez que fantasea dormida, e incluso despierta.

La he visto crecer, sobreponerse a soledad, maltrato, pobreza y desamor.

La he visto soñar con su padre, con su tierra, con su familia... cada día en un contexto diferente, pero siempre con un mismo fin.

Las estrictas normas que establecen que solo aquellos sueños factibles y con pocas consecuencias reales pueden dejarse fluir me parecen demasiado duras en este momento.

"Pero así es la vida, ¿verdad? Dura..."

La decisión está tomada mucho antes de que desaparezca la puerta.

Me coloco la llave dorada de nuevo en su posición habitual.

No hay vuelta de hoja.

Esta semana se desdibujará la invisible línea entre los sueños y la realidad.

Estoy dispuesta a asumir los efectos colaterales de mis actos.

El cosquilleo asciende por todo mi cuerpo mientras me dejo llevar a mi realidad.

Las Leyes de La Luz: ¿Quién soy? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora