Capítulo 30 ;; Una decisión crucial.

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¿Alguna vez sentiste que toda tu vida está basada en pisar los lugares exactos en donde dejaron marcas las pisadas de otra persona?

Así me sentí durante mucho tiempo. Y cada vez que intentaba salir de la jaula, volvía a ella corriendo, porque a veces se convierte en refugio.

Pienso en eso mientras observo el frente de casa. Eros está parado a mi lado, recto como un soldado, sosteniendo mi mano entre la suya. Sean y Derek no tienen idea de que estamos aquí. Creo que así es mejor.

—¿Estás segura? —repite mi amigo, mirándome con preocupación. Asiento y me esfuerzo por sonreír. —Vale. Llámame si quieres que venga a buscarte, o si necesitas desahogarte... Lo que sea.

Antes de irse, acomoda mejor el gorro de lana sobre mi cabeza y besa la punta rojiza y fría de mi nariz con cariño. Esa simple acción me da las fuerzas que necesito y me hace sentir arropada, aún cuando el auto se aleja por la avenida y me quedo de pie en medio de la acera, rodeada de la nevisca de enero.

Me planto sobre la alfombra de la entrada y me obligo a contar hasta 5 antes de tocar la puerta con los nudillos entumecidos. No estoy segura de si alguien abrirá. Ya no sé si pertenezco a este hogar.

Puedo ver una imagen nítida; mamá, papá y Asia acurrucados frente a la estufa, riéndose de algún viejo programa de televisión como la pequeña y feliz familia que siempre debieron ser.

Intento ignorar el dolor en el pecho y, justo cuando estoy por largarme, la puerta se abre de par en par. Retrocedo tan de pronto que trastabillo y casi tropiezo con el escalón.

Un rastro de vaho deja los labios de papá cuando pronuncia mi nombre con sorpresa ahogada. Por un momento, creo que va a abrazarme, pero en cambio se aclara la garganta, frunce el ceño para sí mismo y se echa a un costado.

—¿Quieres pasar? Hace frío. Tu madre está preparando chocolate caliente.

Chocolate caliente... Lo solíamos beber cada invierno, cuando éramos niñas, antes de irnos a dormir, mientras papá nos contaba algún cuento. Yo siempre me quedaba dormida antes de que pudiera terminarlo. No por sueño —era la que más energía tenía de las tres— sino por aburrimiento.

Incapaz de hablar, como si alguien me hubiera cortado las cuerdas vocales, me adentro en casa.

A pesar de que siento cierta familiaridad, me siento como una intrusa. Asia, que está leyendo junto a la estufa, levanta la cabeza y, aunque su mirada se ensombrece, creo ver un ápice de alivio.

—África.

—Asia —respondo el saludo con indisimulado nerviosismo.

Mamá sale de la cocina secándose las manos y se queda quieta en medio del salón al notar mi presencia.

—Hola, mamá.

Ella no me contesta; clava los ojos como dos dagas en papá y luego vuelve a mirarme como si fuera un problema del cual ocuparme.

—Te hemos ahorrado la molestia de armar el bolso —es lo único que dice, con sequedad.

—¿Qué? —balbuceo.

—Tus bolsos están sobre la cama. —Y regresa a la cocina.

Automáticamente me vuelvo para mirar a mi padre, quien parece tan confundido como yo. El pánico comienza a trepar por mi garganta, ahogándome, y el calor de la estufa no es suficiente para disipar el frío que me invade de pronto.

Corro escaleras arriba y abro la puerta de mi habitación de par en par.

Como ha dicho mi madre, hay varias mochilas encima de la cama deshecha.

Sobre la pasión y otros peligros (‹‹Serie Lennox 2››)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora