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Diego Voohkert

Quizás haya sido la permanencia de mi hija con Damara el motivo por el que ella ha adoptado algunos patrones, como por ejemplo haberse enredado con un psicótico. Puede que también yo le haya heredado algún tipo de maldición, conforme pasó con mi hermana, que solo por ser parte de mí, fue contagiada con la sangre sivreugma. Ahora, según Aris, Aevë presenta una condición especial que necesita cuidados para que aprenda a controlarse a sí misma.

Pero por lo que entiendo, algo las diferencia. Siempre soñé con darle a Damara las oportunidades de un futuro, que pudiera desarrollarse profesionalmente y le ganara a la vida obteniendo aquellos méritos que yo nunca tuve.

Cuento con poco para tomar mis decisiones. Aevë está demasiado involucrada con Adrián. Quisiera llevármela lejos, pero después de todas sus amenazas, solo la alejaría de mí para siempre. Además está Elizabeth, no es adecuado que mueva su cuerpo de un sitio para otro. Aunque no quiera, durante un buen tiempo no tengo otro camino, debo jugar con las reglas de Aris. Es un mal necesario.

—Dices que mi lugar está con Eli, y a la vez me pides que cuide a Mary Ann. ¿Será que estás dispuesto a reclutarme a toda costa? Lo más extravagante tiene que ser que me vendas ambas posibilidades como si dependiera absolutamente de ti y yo no tuviera más derecho que tú sobre ninguna de las dos.

—Elizabeth y Aevë son tu familia. Yo no te estoy poniendo condiciones, ni exigencias, te estoy ayudando. ¡¿Crees que el Zethee habría permitido que abrieras su tumba?!

La pregunta la hace sin alzar la voz, pero imprimiendo un resentimiento que enfatiza también con el ceño fruncido.

—Se lo pedí. A él y a mi madre les pedí que tuvieran el valor de enfrentar esa realidad a la que renunciaron el día de su muerte. ¿Y qué hizo Daniel? —niega con la cabeza —Levantar una orden estúpida. Nos hubiéramos consumido, tío. Hubiéramos dejado este mundo, abandonando a Elizabeth por toda la eternidad sin que nunca más se reuniera con nosotros.

—Eso es mi culpa, no de ellos.

Aprieto los dientes a ver si reprimo las náuseas que el pensamiento me provoca.

—No. Tú la salvaste... Tío, tengo todos los informes de su registro médico, y los reportes sobre el compuesto que la conserva. Hay algunas cosas que me gustaría entender mejor. Si pudieras explicármelas, sería muy útil.

Lo estudio sin pestañear. Cada vez se me va haciendo más difícil diferenciar en qué cosas trata de manipularme y en cuáles está siendo honesto.

—¿Cómo lo hiciste?— pregunta suavizando la mirada.

No sé si le respondo para resolver su duda, o si busco alivio en la confesión de mi pecado. Le doy la espalda para contemplar a mi esposa, que yace tan bella y tan muerta como la dejé sobre aquella cama en la que se desangró.

—El día que Elizabeth dio a luz, pensé que la perdería. No sabíamos que ella estaba embarazada, empezó a tener dolores de un momento a otro. Tuve mucho miedo. Se me metió una idea insistente cuando recordé lo que supuestamente podía hacer ese material químico. Estuve a punto de suplicarle a Daniel para que me dejara usarlo en ella... hasta que Aevë nació, y de repente las dos comenzaron a recuperarse.

Los ojos me pesan mucho. Siento la cara pegajosa. Me tumbo junto a la cama, apoyando la sien en el lateral. Me conformo con tocar el borde de las sábanas de seda que caen hacia el suelo, no merezco volver a tocar a Elizabeth, ni la merezco a ella después de lo que le hice. Si no me partiera el alma, me quitaría nuestro anillo y se lo dejaría aquí.

—Se me ocurrió...

Trago saliva, enceguecido. Bajo los párpados un momento, suspirando. Siento que las tripas me suben por el esófago.

—Se me ocurrió que sería bueno tenerlo a la mano para cualquier emergencia. Ese mismo día lo robé.

Sin poder soportar más el dolor como de agujas clavándose en mis ojos. Doy un grito atroz que sale desde mi entrañas:

—¡DÉJAME!

Mi sobrino no vacila para obedecer, recoge en silencio el papel del suelo y sigue hasta que el sonido de sus pisadas desaparecen. Pero lo que siento me desespera.

—Perdóname.... ¡Perdóname!, ¡PERDÓNAME!

Le imploro a Elizabeth, postrado de rodillas. Mi cobardía y egoísmo la condenaron a un estado antinatural del que quizás no salga nunca. Estaría con Ellie, esperando por mí en el mundo de los muertos si yo no hubiera intervenido. Hace rato que yo mismo habría procurado reencontrarla. Ahora ni siquiera dejando de existir podré volverla a ver. Le fallé en todas las formas posibles. Ella me lo dio todo, en cambio le arrebaté el derecho a descansar en paz, le he sido infiel, dejé a Mary Angelle sola. Los daños que he causado son completamente irreparables.

—No te merezco— susurro, repitiéndolo una y otra vez, tantas veces como sean suficientes para memorizarlo.

Reconociendo lo indigno que soy, no vuelvo a mirarla. Después de incorporarme, ya echando a andar, me detengo frente a las escaleras, dándole vueltas al anillo de matrimonio que llevo en mi dedo.

Algo más por lo que pedir perdón. Lo correcto, como pensé antes, sería quitármelo por respeto. Eso me mataría, y sería justo, pero no me atrevo porque debería enfrentarme también al dolor de renunciar a todos mis recuerdos con ella. La alianza es la prueba de que no estoy perdidamente loco, de que no imaginé nuestras vidas juntos, de que alguna vez fuimos felices.

Los músculos de mi cara están tan rigidos que me causan cierta molestia en este momento, cuando frunzo mi boca para besar el aro de oro, todavía en mi anular. La palma de mi mano se moja al rozar mis pómulos ardientes. En este beso dedico todo el amor que desearía depositar en los labios sin vida que me amaron tanto.

—Y cuánto te amo yo...

Mis palabras se quiebran en el aire. Han alcanzado a salir de mi garganta comprimida poco antes de que las náuseas me mareen por completo. Respiro hondo a través del único orificio nasal útil. Salgo de la cámara dejando en ella mi corazón, y ya afuera, en medio de la nieve que lo cubre todo, dejo que mi rostro se seque con el viento frío de la noche.

Aris  | Libro 11Donde viven las historias. Descúbrelo ahora