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Adrián león

En las heladas y oscuras entrañas de los túneles que dirigen hacia la bóveda dónde reposa mi zanshiagere, lo único que se escucha es el corazón de mi tío. Mis pasos no hacen eco, tampoco los suyos, mucho menos cruzamos palabras entre nosotros.

Me mantengo bien. El paraíso me permite caminar sin dolor, y la herida en mi estómago por fin empieza a cerrarse.

Cuando el camino finaliza, volteo para mirar a los ojos al hombre que me sigue.

—¿Qué es aquí? —pregunta con desconfianza.

—La casa de Elizabeth.

Diego contrae las dos manos un momento, cuadrando los hombros y tomando una bocanada de aire tan corta como profunda, temblorosa, antes de asentir débilmente.

Empujo la puerta que nos separa de la cámara, un disco de hierro que se hunde en las paredes huecas dispuestas para tal fin. La mirada curiosa de Diego busca con ansiedad el cuerpo de su esposa, pero es una gigantesca estructura de piedra pulida lo que nos recibe. El sarcófago custodiado con antorchas que iluminan los relieves en la habitación.

Avanzo paseando mis dedos por el grabado en las superficies, las más bellas canciones zansvrikas talladas en la lengua de los antiguos, pudieran hacer las veces de epitafio. Mi sombra y la de mi acompañante se proyectan. Juntos bordeamos la construcción en busca de las escaleras que bajo solo.

Entiendo por qué. El efluvio de ella impregna de tal forma que se respira antes de tenerla en frente. Mientras Diego estará reuniendo el coraje que lo ha de haber abandonado en el último segundo, yo me acerco a la cama, acostumbrado a venir.

Sin señales cadavéricas, ni el menor vestigio agónico, una preciosa Elizabeth mantiene sus mejillas blancas, labios llenos, piel suave, y cabellera de seda cobriza que arde como las mismísimas llamas del sol. Inmóvil pero no rígida. Sin vida y sin muerte. Un enigma, y quizá la clave que desentrañe los secretos aún desconocidos de nuestra naturaleza.

Ahora el paso de mi tío es mucho más áspero, atraviesan con pesadez lo que queda de los escalones. Varias veces me he adelantado en sueños a este encuentro. Me veo a mí, de pie justo aquí, admirando a la flor que no se marchita. En ellos, cuando Diego la mira no ve lo mismo que yo. Encuentra un esqueleto en lugar de hermosura, músculos pútridos en lugar de tez aterciopelada, y aunque ateo me acusa de delirante, yo disfruto de la sonrisa que mi madrina me da.

A punto de descubrir si estas pesadillas son el reflejo de un temor no reconocido o una premonición del futuro, me hago a un lado para dejar que el esposo de mi zanshiagere se maraville con la imagen. Diego se quiebra en cuánto la ve. Por su mirada y lenguaje corporal sé que para él ha dejado de existir el mundo, incluso yo. Terror, dolor, sorpresa, esperanza, culpa, ¿Cuántas emociones puede transmitir en tan poco tiempo? El ritmo de su corazón se vuelve más irregular. Sus dedos tremulantes e impacientes recorren la muñeca izquierda de Elizabeth. Cierra sus ojos, dejando caer las lágrimas sobre la frente de ella cuando sube hasta su coronilla para besarle.

Respeto su espacio hasta que decido oportuno intervenir.

—No podía ser olvidada en una tumba.

Sin reaccionar a mi comentario, él sigue concentrado en el rostro dormido.

—Sé que tú también quisiste sacarla del ataúd tan pronto como la sepultaron, perdón por tardarme tantos años en rescatarla, y por el modo en que lo hice. Espero que entiendas que no había otro.

Echado a llorar, entierra su cabeza contra la cama junto al cuerpo, apretando las sábanas en un puño, con uno de sus brazos bordeando la cintura arropada de mi madrina.

Aris  | Libro 11Donde viven las historias. Descúbrelo ahora