12. Josette

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Las monjas en ese abandonado orfanato parisino habían dispuesto todo para el festival de Navidad. No pocas personalidades públicas y filantrópicas acudían al evento, invitados por las religiosas para que se deleitaran con el rompope especial y el espectáculo ensayado por los alumnos. Quizá de esta manera su corazón se alegrara y su corazón se abriera para hacer una generosa aportación al centro.

Como todos los años, se interpretaría El Cascanueces. No había necesidad de presentar otro número. La afluencia a la presentación nunca menguaba, y es que el éxito estaba asegurado. La pequeña Josette se encargaría de la Danza del hada de azúcar.

La tierna niña rubia había llegado una noche de invierno como un regalo de Navidad al convento. Los padres habían muerto en un aparatoso accidente y no hubo familiares que reclamaran a la pequeña, así que el Estado optó por la solución más cómoda para ellos: dejar que Dios se hiciera cargo de sus injusticias.

Josette era la favorita de las monjas. Cada mañana le peinaban su largo cabello rubio verdoso, le guardaban lo mejor de la comida y la vestían con los trapos más decentes que les daba la caridad. Todas las tardes la enviaban a clases de ballet a cargo de los matrimonios ricachones a los que había robado el corazón. Una razón muy poderosa hacía pecar de favoritismo a las religiosas: Josette era la gallina de los huevos de oro que cada año atraía al convento a la crema y nata de París para admirar al pequeño prodigio en el escenario, y de paso llenar las arcas del tan necesitado orfanato.

Josette aprendió a bailar antes que caminar. Ya sus pasos seguían un ritmo premeditado y armonioso que las novicias consideraron un milagro y una providencia del Todopoderoso. El telón estaba arriba, las luces iluminaron el paupérrimo escenario y la niña se dispuso a robar los suspiros del público con su grácil movimiento.

Si Josette vivía en el orfanato era por voluntad propia. Muchos matrimonios habían solicitado la adopción de la pequeña, pero todos habían sido rechazados por la misma razón: Josette prefería seguir viviendo con las monjas y ellas, que no querían perder la fuente más amplia de sus ingresos, usaban todas sus artimañas para consolar a las desconsoladas parejas que habían sido refutados.

Ciertamente, cualquiera de esas acaudaladas familias pudieron ofrecerle mucho más de lo que el convento tenía, empero a Josette le atraía algo más que una mullida cama, juguetes nuevos o comida caliente. Moviéndose al ritmo de Tchaikovsky como si se tratase de un viejo amante de una vida pasada, le daba vida al hada de azúcar y giraba endulzando los corazones de esas pretenciosas personas que sólo vivían para los reflectores.

Era el poder de la danza, a la que consideraba su amiga y su pasión: una huérfana como ella colocaba a sus pies a los poderosos del mundo, les robaba el aliento y con infinita caridad les daba a probar de las estrellas con su baile tan sublime. No necesitaba padres postizos o muñecas nuevas mientras tuviera este don concedido por los dioses.

Al terminar, Josette se quedaba inmóvil como la Torre Eiffel, mas el público se estremecía coronándola de aplausos y alabándola. A diferencia de esos presumidos, el objetivo de la pequeña no era la lisonja. Lo que a ella la motivaba a bailar era la libertad experimentada. Cada Navidad al cerrarse el telón, la niña se prometía a sí misma conquistar esa libertad y ser semejante a la Torre Eiffel, un monumento danzante que no pasaría desapercibido a la humanidad.     

      

Los jardines alrededor de la torre Eiffel en París son el escenario favorito para cientos de mimos, estatuas humanas, juglares y otros artistas callejeros que buscan ganarse la vida con las migajas de turistas curiosos que quieren retratarse con La Dame de Fer. Lamentablemente, la lluvia eterna ha afectado terriblemente el negocio y arte de estos arlequines, por lo que el gobierno francés tomó la decisión de colocar toldos alrededor de la torre Eiffel, para que así los mimos hagan su pantomima sin que la lluvia ahuyente a los espectadores. Aún con estos techos improvisados, muchos mimos prefieren hacer el ridículo e improvisar un paraguas invisible, que en nada les ayuda a resguardarse de la lluvia, sin importarles pavonearse entre los paseantes con el maquillaje corrido y una expresión burlona y despreocupada.

Espejo Místico y lo que dejó una devastadora Guerra MundialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora