18. Mefistófeles

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Como de costumbre la negra figura recorría las calles de Weimar. Considerado un motivo de burla o aversión, como si se tratase de un ave de mal agüero, nadie conocía su nombre. Algunos lo llamaban "Raskolnikov", quizá por venir de San Petersburgo o porque al igual que el personaje maldito de Dostoievski se dedicaba a rondar por la ciudad sin razón alguna, pidiendo dinero aquí y allá. La mayoría del pueblo alemán de las ciudades que había visitado –Berlín, München y ahora Weimar- preferían nombrarlo Mefistófeles, por considerarlo el mismo demonio. Siempre iba vestido con un traje negro viejo y roto y un sombrero de copa alta sucio, aplastado y amorfo. Una barba incipiente y sucia manchaba su blanca piel y sus ojos negros se ocultaban bajo cabellos de la misma negrura, semejantes a plumas de cuervo.

Nadie conocía su edad. Podía aparentar 20 años en las contadas ocasiones que sonreía o incluso 40 mientras guardaba concentración al jugar a las cartas. Mefisto era un joven atormentado pero también astuto y frío, una mente brillante que convencía a los nobles más renombrados y a los intelectuales más perspicaces de prestarle dinero, abrigo o un techo bajo el cual morar. El dinero obtenido lo multiplicaba jugando a las cartas y apostando en las carreras de caballos. Otros jugadores lo buscaban para obtener consejo, pero Mefisto los engañaba y cuando lo buscaban enardecidos para cobrárselas desaparecía como una sombra. Nunca duraba más de un año en una ciudad.

Su semblante era el de una persona miserable que no pertenecía a este mundo. Había sido bendecido y maldecido al mismo tiempo por la fortuna con un oído prodigioso que le permitía distinguir hasta el revoloteo de una mariposa a kilómetros de distancia.

Muchos creían que por eso Mefistófeles iba de un lado a otro, tratando de escapar a toda costa de las voces que se enfrascaban en miles de conversaciones acerca del clima, negocios o secretos de estado; ronroneos de gatos, cláxones de automóviles y chirridos de maquinaria en industrias, violines desafinados y pianos gloriosos. Mefistófeles todo lo sabía porque todo lo escuchaba, y sus nervios en constante presión podían constatarlo.

El hombre tenía varios ritos y costumbres: cuando miraba a una mujer hermosa y prudente de su agrado, se quitaba el sombrero, le hacía una reverencia recitando unos versos suyos inspirados en el Cantar de los Nibelungos:

"Poderosa Brynhild

¿Existe Siegfried que pueda ante ti blandir espada?

Si eres tú misma su punto débil y la hoja de tilo

Que se ha pegado a su espalda"

Muchas chicas se reían, otras se alejaban nerviosas y algunos novios y maridos celosos tomaban a Mefistófeles del cuello de la camisa y le amenazaban para que dejara en paz a su pareja. El hombre simplemente sonreía burlón, se agazapaba entre la gente y huía.

Viajaba constantemente en tren por Europa y le tomó un cariño especial a Alemania, con sus habitantes serios, formales, amantes de comer, beber y jugar en abundancia. Ya había vivido en Berlín por un año y en München otro más. Deseoso de nuevos airés, compró un ticket para un tren hacia ninguna parte con el poco dinero que le quedaba de las apuestas. Se recostó en un vagón vacío, recargó su cabeza en el asiento y la cubrió con el sombrero de copa, tratando de ignorar las miles de voces y sonidos que entraban por sus oídos y se disipaban en la distancia a la velocidad del tren.

Cuando el tren paró en la ciudad de Weimar para hacer trasbordo, una débil melodía sacó a Mefistófeles de sus sueños. Era un sonido apenas audible, que se perdía entre el ruido del tráfico y los gritos de los niños que corrían por los parques. Mefistófeles sentía escuchar por primera vez la canción de las sirenas: lo que siempre había buscado, esa esencia que lo curaría de su locura y le daría sentido a su vida.

Espejo Místico y lo que dejó una devastadora Guerra MundialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora