15. Dormida.

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Llegué al conjunto y estacioné mi moto al pie del edificio donde vivíamos y cuando me estaba quitando el casco. Vi algo que me causó curiosidad.

Me bajé de la moto y caminé lento para que no sintiera mis pisadas. Me adentré en el pasto para mirar con cuidado. Ahí estaba una muchacha dormida. Estaba boca abajo y las manos las tenía debajo de la cara. Era ella. Podía verla mejor porque estaba a un metro de distancia. Esta vez estaba mejor vestida. Noté que su cabello estaba bien peinado, y olía a frambuesas. Se veía tan linda dormida ahí. Sin problemas que la agobien. Como estaba tan profunda, me acerqué más a ella y pude verla de cerca. Otra vez el corazón iba lento, casi no sentía mi pulso. Era tan masoquista que hasta esa sensación me empezaba a gustar. Quise acariciarla y tocar sus mejillas pálidas. Aun se veía enferma, pero no importaba, era feliz viéndola.

Vi unas niñas que se acercaban al parque a jugar y me retiré silencioso.

Me esperaría hasta que ella se fuera.

Las niñas estaban jugando y empezaron a caminar en el puente de madera y habían despertado a la niña enferma. Ella no quería levantarse, se le notaba, pero al parecer la interrumpieron porque ella se fue del sitio y se hizo debajo del techo del rodadero. Como hacia tanta calor las niñas se fueron a comprar algo de tomar a la tienda y las fui a seguir para pedirles un favor.

— Oye, pequeña. ¿Estás jugando con tu hermanita? —le pregunté a una niña de azul.

— Sí, pero ella es mi prima —me corrigió.

— ¿Te puedo pedir un favor?

— Si —dijo ella con voz infantil.

— ¿Puedes preguntarle a ella cómo se llama?

Espero que ella no piense que soy un psicópata.

— Sí.

— Gracias. Hazme el favor de llevarle este helado, pero que ella piense que tú y tú primita se lo regalaron, ¿vale?

— Sí.

Se fueron con sus helados y yo también me fui donde estaba mi motocicleta.

Vi que las niñas se fueron hasta la casita y le pasaron el helado a la niña enferma y ella sonrió, luego la vi hablando plácidamente con las pequeñas. Ella estaba mirando a todos lados y temía que llegara a verme y que pensara que era un enfermo desadaptado.

¿Qué carajos estás haciendo, Sebas? ¿Por qué la observas? ¿Y si te descubre?

Me senté en mi moto y seguí mirándola desde lejos. Ella estaba sentada abrazando sus rodillas. Su mirada estaba perdida en el parque. Podía ver que le gustaba el viento porque se acariciaba el cabello y lo hondeaba de vez en cuando, para que su rostro se encontrara con el sol. Se asomaba y luego se escondía de él.

Parecía preocupada. Tan linda, tan joven y se veía frágil. Parecía siempre andar a la defensiva de todos, pero aun así, se veía inocente. Tenía tantas ganas de abrazarla, hablar con ella...

Me crucé de brazos y me acomodé para seguir viéndola.

Su amiga, la rubia, había llegado. La tocó en el hombro y la enferma volteó a mirarla con asombro.

No me había dado cuenta que estaba sonriendo como las otras veces y suspiré fuertemente. De hecho, ella era la causa de mis alegrías en las últimas veinticuatro horas. No podía dejar de pensar en ella —eso se notaba— y tenía que seguir mirándola hasta que supiera en donde vivía.

La rubia la agarró de la muñeca y se fueron a la tienda donde la había visto la última vez.

Envidiaba cada momento que la rubia pasaba con la enferma. Yo quería estar en su situación. Que cursi,

Las niñas llegaron corriendo a traerme noticias.

— Ya tenemos la información —dijo una.

¿Información? Pensé.

— ¿Qué información me traes, pequeña? —le dije poniendo mis manos en la cintura.

— Se llama Alexandra y tiene dieciocho años. Ella es muy linda.

— Si, lo sé. Lo puedo notar —dije mirando a la dirección donde estaban la enferma y la rubia.

— Chao —las niñas dijeron al tiempo y se fueron.

¿Así no más?

Pensé que ellas tenían más información.

Las muchachas venían de la tienda y se sentaron en un banquito dándome la espalda. La rubia no paraba de hablar y la enferma no paraba de asentar. Verla hacer eso me daba dolor en la nuca. Esa rubia hablaba por los codos y se movía delicadamente cuando trataba de explicarle los detalles a la enferma. Como si realmente importara. Se quedaron hablando al menos unas dos horas y media, sentadas bajo el sol. Por último, la rubia terminó diciendo lo único que pude escuchar.

— Vamos a ir a la piscina a las seis de la tarde, y tenemos que vernos como unas divas. ¡Seremos la sensación! —dijo saltando y aplaudiendo de emoción.

La enferma estaba feliz, se le notaba, pero no saltaba de emoción como su amiga.

Voy a ver a una niña muy linda en vestido de baño.

Se fueron caminando despacio hasta el otro edificio de en frente del parque y del edificio donde vivía yo.

Me bajé rápido de la moto y me fui caminando despacio, como ellas, pero tomando precaución para que no me descubrieran. Se veían lindas juntas, parecían ser las mejores amigas del mundo. Solo que eran diferentes. Una rubia, la otra pelinegra. Una medía más que la otra. Una se vestía elegante y la otra no tenía ni idea del sentido de la moda. Aun así, se veían lindas. Debía reconocerlo.

Me cruzaba de brazos y mientras ellas caminaban garabateando yo me tocaba la cabeza por el desespero de saber dónde vivían.

La enferma volteó a mirar súbitamente donde yo estaba. Abrí los ojos como platos y me di la vuelta para que ella no me descubriera. Me escondí detrás de un auto viejo verde petróleo y me di cuenta que se me había caído un lente al abrir los ojos. Me demoré buscándolo —que a la larga no lo encontré— estaba furioso porque eran unos lentes costosos. Aparte de tener color, tenían el aumento que la oftalmóloga me había recetado. Y como si fuera poco... no tenía un solo peso.

No importa, puedo pedirle a mi papá que me compre otros. Después de todo, ya tenía meses de uso.

Recordaba que mi papá me decía que le pidiera las cosas que necesitara, pues para eso él trabajaba. Pero me daba vergüenza con mi papá porque ya estaba pagando mi universidad y lo único con lo que le podía pagar, era con mis notas en la universidad.

Me quité el lente del ojo izquierdo y lo boté a la basura.

Me fui refunfuñando por el acto tan inmaduro y kamikaze que había hecho en el momento.

Subí hasta el cuarto piso —donde quedaba el apartamento— y al entrar a mi hogar, tomé el teléfono y miré la hora.

Oh, Dios... ya son las cinco. Ellas no demoran en llegar a la piscina. Deben estar alistando las cosas para darse un buen chapuzón.

Otra vez tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora