20. D. J.

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¡Pero cómo fui tan estúpido!

La niña, que se llamaba Alexandra, se fue con su amiga, caminando a paso acelerado para que no las persiguiera. Tanto la rubia como Alexandra estaban ofendidas conmigo.

Ahora sí. Mi oportunidad de hablarle a ella es mínima después de haber dicho lo que dije.

La muchacha era lo más precioso que había visto en mi vida, y ella no se enteraba, me ignoraba por completo. ¿Cuantas veces tenía que ser tan imprudente con ella? Después de rozar mi nariz con la de ella para tocar su mano, ella retrocedía. No era lo suficientemente apuesto para ella. Ella para mí sí lo era.

Me fui caminando hasta la casita y me recosté en el puente de madera para recapacitar por mi acto. Veía las estrellas en el cielo y las contaba para dejar de sentir ese sabor amargo y olvidar lo que le había dicho a la muchacha.

Típicamente no era el muchacho al que le gustaba salir con una y con otra y romper su humilde corazón. No era así. Mis dos novias en el pasado las tuve porque las quería porque me gustaba pasar el tiempo con ellas. Curiosamente, ambas me dejaron por ser tan amable con ellas. Por valorarlas y respetarlas. Por saber que ellas merecían igualdad. Ellas decían que necesitaban hombres mayores que yo y con experiencia en todo el campo. Para ellas yo solo era como su hermano. Incluso, creo que Marisol estaba pensando en dejarme por ser tan marica. Realmente lo que les gustaba a las muchachas de mi generación, era que las maltrataran y las humillaran.

Le di un golpe a las barandas del puente. Estaba muy disgustado de que todo lo que hacía no era suficiente. Para nadie. Se podía decir que era el único estúpido en el mundo que valoraba las cosas bellas de la vida.

Caminando por fuera del conjunto, ya eran las diez de la noche pasadas. Caminando al pie del bosque y las casas caminaba lento y recordando lo mejor de mi vida, antes de ser adolescente. Ya casi estaba llegando a la avenida Boyacá y veía los triciclos transportando a la gente perezosa que no le gustaba caminar hasta sus casas. Giré por una cuadra donde se podía ver un parque con un campo de futbol y gente jugando. Había gente que estaba reunida para danzar y otro grupo para leer. Era interesante estar ahí. Toda esa atmosfera de gente de mi edad con su grupo de amigos.

Tal vez en alguna ocasión les pida a mis amigos que hagamos algo parecido.

Me senté en una un lugar lleno de pasto que quedaba en la mitad de un parque de niños y el campo de futbol. Vi jugar a un grupo de muchachos contra muchachas. Era divertido ver a las niñas jugar. No por el hecho de verlas, por el hecho de verlas patearles el trasero a los muchachos. Las niñas les llevaban la delantera por cuatro goles.

Todos estaban jugando plácidamente, alegres y triunfantes. A todos se les veía feliz por gastar un poco de tiempo en ese deporte. El futbol era el salvador de muchos en ocasiones. Era como una especie de religión.

Un perrito que se sentó junto a mí, me estaba olfateando. Me rodeó y luego se sentó en frente para darme la pata. Estaba jadeando y esperando a que le diera la mano. Se la di.

— Eres un perro muy juicioso —le dije al perro como si me entendiera.

El perro se parecía a los lobos grises que mostraban en los documentales. Tenía las orejas grandes, el hocico muy similar al de un lobo. El pecho era gris y el lomo también. En el contorno de los ojos, era un tono más claro del café con gris. Algo así como beige. Sus ojos eran azules. No como los de un perro o lobo, sino como el azul de un humano. El perro era único.

— ¿Eres un lobo, verdad? —le dije al perro o lobo. Como sea...

El perro lobo parecía entenderme porque aulló tan pronto le hablé. Él me tendió la mano y se recostó sobre su lomo dejando las patas arriba. Parecía querer que le rascara la pancita. Cuando lo hice, el perro lobo parecía sonreír. El perro parecía más humano de lo que parecían otros perros.

Otra vez tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora