-2-. HASTÍO.

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Harry Potter estaba harto de ser el centro de atención.

Después de haber tenido una horrible infancia al lado de los Dursley, a quienes por más que intentaba, no lograba perdonar por el abandono en el que había vivido durante diez años, abandono al que había sido degradado sin importar que era sobrino de sangre de Petunia, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados en su onceavo cumpleaños al descubrir que era un mago, y en ese momento había sentido que no había ser más dichoso que él.

Posteriormente se había enterado que tenía un padrino, Sirius Black, y por lo tanto, no estaba solo en el mundo y eso había redoblado su felicidad. Sin embargo, cada situación vivida a partir de esa edad, empezando por la de enfrentarse a un troll de tres metros y medio de alto en su primer año, a un basilisco en segundo, a un hombre lobo y dementores en tercero, a tres duras pruebas y al mismísimo y poderoso mago tenebroso conocido como Lord Voldemort en cuarto; además, cada muerte de personas queridas había ido aumentando la presión que sentía por ser el elegido, «el único con el poder de derrotar al Señor Tenebroso».

Tan joven y con la misión de ser quien debía darle esperanza a toda la comunidad mágica. Había sido un niño obligado a jugar el papel de adulto, y el ejemplo más claro lo había vivido en el Torneo de los Tres Magos.

Aunque durante los primeros años no había sentido la carga tan pesada pues contaba con el apoyo y protección de su mentor Albus Dumbledore, el director del colegio y el mejor mago de todos los tiempos después de Merlín, tras su muerte a manos de Severus Snape, el peso de una dura realidad había caído de golpe sobre sus hombros, sabiendo que debía seguir sin su valiosa ayuda en la búsqueda de los restantes horrocruxes. Si bien es cierto, en algún momento se había sentido manipulado por él, abandonado a su cruel y macabro destino, por fin había entendido que él no había querido provocarle más dolor al detallarle la realidad y que había sido gracias a su mente aguda y maquinaciones que al final habían logrado derrotar a Voldemort y restaurar la paz en el mundo mágico.

En todo caso, resignado a cumplir con su misión, agradeciendo tener la ayuda de sus dos mejores amigos Ron Weasley y Hermione Granger, siempre había pensado que todo eso acabaría al finalizar la guerra mágica, pero los meses pasaban y a sus escasos dieciocho años, aún no había podido disfrutar de una vida tranquila como el resto de los mortales. Había llegado a un punto donde lo único bueno que veía de su situación era que la cicatriz de la frente jamás volvería a torturarlo. El colmo era que hasta había tenido que dejar de comer ranas de chocolate, una de sus golosinas favoritas, pues lo habían incluido entre los cromos de colección con una nauseabunda descripción de sus hazañas.

A veces, ganar se siente como perder, como había escuchado decir una vez a su tía Petunia y que tan bien se amoldaba a su situación, pues resultó que, después de que había vencido a Voldemort, las cosas más bien habían empeorado porque ahora más que nunca se le consideraba un ídolo, y por primera vez en la vida, extrañaba los tiempos en que desconocía la existencia de la magia y vivía, quizá no feliz, pero sí pasando inadvertido para todos.

Se descubrió en más de una ocasión deseando encerrarse en su alacena debajo de la escalera del número cuatro de Privet Drive y que nadie lo molestara. Irónicamente, hasta había recordado a la serpiente boa constrictor en cautiverio que «conoció» el día que había visitado el zoológico con los Dursley para un cumpleaños de Dudley y que, debido a su magia accidental que hizo desaparecer el vidrio, había escapado. Él se sentía cautivo en su jaula del mundo mágico y no sabía cómo quitar las paredes que aunque invisibles, lo ataban a esa prisión.

Como si lo anterior no fuera suficiente, sentía que la vida, Dios, Merlín o el que fuera, se había ensañado con él prodigándole únicamente desgracias.

Heridas del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora