DOS

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LA pelota impactó contra la red de la portería por octava vez consecutiva. Golpeé la siguiente y así una y otra vez hasta que el ardor de mis brazos se hizo casi insoportable. Pero nunca más volvería a jugar en esa pista, la pista en la que metí mi primer gol, la pista en la que jugué mi primer partido, la pista que me vio crecer, correr, marcharme y volver. Debía aprovechar hasta el último segundo que pudiera pasar allí, porque al día siguiente me cambiaba de ciudad, de estado y de vida.

El Hosse era una mezcla de Hockey, Lacrosse y Fútbol Americano, lo que podía llegar a ser muy violento en algunas ocasiones, pero nunca estaba tan en calma como cuando sujetaba una raqueta.

Lancé la última pelota antes de que un silbido en la lejanía llamara mi atención. Narváez. El hombre que había sido mi entrenador desde que me aceptaron en el equipo me esperaba para despedirse al otro lado de la pista.

Recogí mis cosas y me deslicé sobre el hielo hasta llegar a su lado. El pasar de los años se notaba en sus rasgos faciales: el cabello que una vez fue negro, en ese momento dejaba ver mechones grisáceos, las ojeras empezaron a ser cada vez mas visibles y oscuras y las arrugas demostraban toda una vida de experiencia y sabiduría.

Ha llegado el día. Es una pena que el mejor jugador de nuestro equipo se vaya. bromeó colocándome una mano sobre el hombro.

Me miró a los ojos por varios segundos y yo le sostuve la mirada, porque no sabía cuánto tiempo habría de pasar para que pudiera volver a verle de nuevo.

Te echaré de menos, Ashler. dijo mientras me empujaba hacia su cuerpo para rodearme con sus brazos.

Yo también lo haré. contesté devolviéndole el fuerte abrazo.

No creía que pudiera volver a acostumbrarme a las muestras de afecto de ese tipo, pero aquel hombre me había cuidado durante años y era lo mínimo que podía hacer por él.

Le sonreí una última vez. Él lo hizo de vuelta. Me giré y caminé con la mochila colgada del hombro hacia el vestuario.

Me detuve en el exterior del estadio de Hosse de Portland, admirando los intensos colores de su exterior. No quería irme. Tuve que hacer uso de todas mis fuerzas para poder darme la vuelta y alejarme, pero no me detuve aunque el instinto me dijera lo contrario. Seguí caminando y cuando llegué a casa me tumbé en la cama, cerré los ojos y dejé que las horas pasaran hasta que sonó el despertador.

LA maleta, que tenía casi más años que yo, rodaba por el suelo del aeropuerto con un chirriante sonido que comenzaba a levantarme dolor de cabeza

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LA maleta, que tenía casi más años que yo, rodaba por el suelo del aeropuerto con un chirriante sonido que comenzaba a levantarme dolor de cabeza.

No pensé que me resultaría tan complicado abandonar la ciudad pero, cuando llegó la hora de subir al avión, una voz en mi cabeza me dijo que me diera la vuelta, echara a correr y me refugiara en el coche con un cigarrillo hasta que al mundo se le olvidara mi existencia. Sin embargo, una voz más fuerte y convincente me obligó a subir los escalones para llegar a mi asiento. Estuve odiando a esa voz durante las ocho horas que duró el vuelo.

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