XIX. TU LLEGADA.

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Ocho años atrás.

• Isla desconocida. Oceano Atlántico •

( . . . )

MÁSSIMO COBRA:

Veo como otro de sus disparos cae no muy cerca del blanco. Él bufa molesto y fastidiado por su nuevo fallo.

Se levantó y colgó el arma en su espalda girándose para abandonar el campo. Al verme, se queda suspirando y bajando la mirada.

—Fallé —me recuerda—. Otra vez.

—Es normal, hijo —me levanté y fui hasta él—. Yo también lo hice.

—A mí edad ya eras un experto, todos dicen eso.

—Tenía mis errores, Sebastián —repose mis manos en sus hombros—. Anda, no abandones a la primera.

—¡Es la quinta vez!

—Pues que haya una sexta —le sonreí—. Ven vamos.

Él me siguió de mala gana. Me recordaba a mi cuando tenía su edad... No me gustaba fallar.

Una vez en el campo me recosté y le indique que lo hiciera a mi lado.

—Al disparar debes sujetar firmemente el arma, no la apoyes en tu hombro porque si vas a dar más de un disparo te hará mierda, debe estar en el hueco de tu cuello —lo miré—. Codos hacia abajo y adentro, alineados con las caderas. ¿Vamos bien?

—Si, papá.

—Relaja tu cuerpo y ponte cómodo, será más fácil —dije—. Fija la mira y pon toda tu atención en el objetivo, no lo pierdas de vista... Es tuyo. No contengas la respiración, es incómodo, debes controlarla, mantenerla estable... No aprietes el gatillo como si formarás un puño, hazlo suave, hijo —expliqué—. Cuando estés listo... Dispara.

El disparo dió justo en el blanco.

—Fue increíble. —exclamó mi hijo—. Quiero hacerlo.

Me levanté y lo miré con una sonrisa.

—Anda —le extendí el rifle—. No importa si fallas, lo volverás a intentar.

Hizo todo lo que le dije y, está vez, su tiro dió arriba del mío. Sonreí orgulloso. Aprendía y mejoraba cada vez más.

—Muy bien, hijo —sacudí su cabello.

—La próxima lo haré mejor.

—¡Señor!

Eduardo llegó a nosotros. Apurado y con cara de susto.

—Eduaro, ¿que está pasando? —pregunté.

—Están invadiendo la isla. —anunció—. Tenemos la sospecha de los Leone.

Miré hacia el tesoro más valioso de mi vida... Mi hijo. Éste me miró desconcertado, nadie jamás había entrado en la isla, donde tenía mi mansión escondida.

Tomé a Sebastián del brazo y fuimos hasta la mansión.

—¿Que vamos a hacer, papá? —preguntó.

—Tu te irás —dije tomando la maleta ya hecha—. Eduardo te sacará de aquí. ¿Sabes hablar inglés?

Yes, Dad —respondió.

VERDADES DOLOROSAS [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora