3. ¿A qué estás jugando?

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Al parecer, estar «castigada» incluye no poder ir a ninguno de los lugares a los que me gusta ir. Excepto dos: la agencia inmobiliaria de mi padre —para trabajar— y la casa de mi abuela —para evitar quedarme en la villa donde Tristan también es prisionero.

Después del memorable día en el Lombardi, pudimos habernos acercado, hacer un frente común, hacer crecer esta complicidad naciente o simplemente remplazar nuestras muecas de enojo por risas nerviosas. Pero no, eso hubiera sido demasiado fácil. Nuestra relación nuevamente se tensa la semana siguiente, como si nuestro castigo en común tuviera un doble sentido. Como si el encerramiento no solo debiera hacernos pensar en nuestro «comportamiento inadmisible e inmaduro» durante la misión en el bar de la piscina —palabras de Sienna— sino sobre todo en nuestra relación y sus deslices.

Mucho menos «inmaduros», esos deslices… Pero mucho más inadmisibles.

—Betty-Sue, ¿estás aquí? ¿Hay alguien? llamo al llegar a la pequeña granja deteriorada que utiliza como casa.

—Shhhhhh, estoy cerca del pantano, me responde en voz baja.

Miro a la dirección correcta y percibo una mano, solo una mano, surgiendo de atrás de un matorral y agitarse para decirme que me acerque. Encuentro a mi abuela de cuclillas, con la nariz pegada a un pelícano incubando.

—¡Ella vino a hacer su nido aquí, en mi casa! murmura con los ojos brillantes. ¡Sabía que era una hembra! ¡Mira, hay dos huevos!

Betty-Sue me jala del brazo y me obliga a arrodillarme a su lado y a maravillarme con ella. No veo gran cosa, además de un montículo de ramas, excremento de ave y el largo pico naranja que podría partirle la nariz a mi abuela si se acerca un poco más.

—Esa es la magia de la vida, pequeña, A veces basta con creer en ella, murmura Betty-Sue tomando mi rostro entre sus manos, de perfil, para poder estrellar mi mejilla con la suya.

—No estoy segura de que eso funcione para mí, farfullo con la boca deformada por esta caricia forzada.

—Cuéntame todo.

Ambas caminamos en dirección a la casa, con una multitud de animales siguiendo nuestros pasos. Mientras que Betty-Sue se acomoda en su vieja mecedora en la entrada principal, yo tomo lugar en una especie de columpio que rechina cuando me balanceo suavemente.

Algunos perros se acuestan bajo nuestras piernas suspirando, los gatos saltan sobre la balaustrada o las orillas de las ventanas cerca de nuestras cabezas, y Filet-Mignon, el cerdo pigmeo, termina sobre las rodillas de mi abuela gruñendo de placer. Una decena de pares de ojos curiosos me observan, como si esperaran a que les confiese mi más grande secreto.

—Ellos no van a decir nada, me tranquiliza mi abuela al escuchar mi silencio.

—Creo que Tristan está igual de indeciso que yo. Un día me provoca y al siguiente me ignora. Reímos de lo mismo y luego me manda al diablo. Me mira las piernas para después criticarlas. Ya no comprendo nada, Betty-Sue. Y no sé si podré soportarlo por mucho tiempo.

—Querida, los hombres necesitan tiempo, para admitir que están enamorados. ¡Y a veces una buena patada en el trasero!

Nuestras risas se ven interrumpidas por un timbre anticuado que proviene de la casa y que me cuesta trabajo identificar.

—¿Podrías ir por el teléfono, Liv? Está sobre la mesa de la entrada. Nadie me llama nunca, debe ser algún vendedor de cortinas eléctricas o de seguros de vida… ¡Escucha bien cómo lo voy a recibir! se divierte mi abuela. Jalo el viejo teléfono de disco que sigue pegado a un cable, le doy el enorme aparato a Betty-Sue y pego mi cabeza a la suya para escuchar la conversación.

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