2. Justo en la frontera

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Desde la cena con Romeo anoche, pude volver a pensar en las últimas palabras de Tristan.

Éstas resonaron en mi mente y en mis sueños durante toda la noche. Y si bien me rompieron el corazón en ese momento, he decidido aceptarlas. Respetar la decisión de Tristan y admitir que tiene razón. Es lo mejor que puedo hacer si no quiero volverme loca. De todas formas, ésa es nuestra única opción.

No querernos.

Esta mañana, la atmósfera de la casa es irreconocible. Hay un poco menos de electricidad en el aire. Un silencio casi tranquilizador. Una extraña serenidad mientras que bajo las escaleras, jalándome el shorty por si acaso tenemos compañía. Miles de mariposas revolotean gentilmente bajo mi piel, desde mi vientre hasta la punta de mis dedos, cuando percibo a Tristan de espaldas en la cocina, agachado hacia Harrison. Su figura, la solidez de sus hombros, la fuerza de sus brazos y la suavidad de sus gestos me fascinan.

Sin pensarlo, me siento en medio de las escaleras para mirarlos por unos instantes, para no romper ese momento de paz y de complicidad entre hermanos.

Contemplo la tranquilidad del pequeño, cuando el mayor se ocupa de él, como si al fin lo liberara, seguro de que nada puede pasarle, como si supiera que es el momento perfecto para aprender, seguir el ejemplo, para madurar sin miedo. Y admiro la naturalidad de Tristan, su gracia teñida de melancolía, su simplicidad llena de ternura, cuando no se siente observado, cuando no necesita ser el chico más popular de la escuela, el líder del grupo de rock prometedor de la ciudad, el rompecorazones de la playa. Seguramente me equivoco, pero siento que nadie más que yo conoce su profundidad, su seriedad, todas sus dudas y sus guerras interiores que lo vuelven tan vulnerable.

Y nuestra conversación de ayer me regresa a la memoria: tal vez me quiere, pero no debe, no puede quererme.

– Sawyer, el espectáculo de los hermanos Quinn ya terminó, circula, no hay nada que ver aquí, dice rodeando la encimera.

– Sólo intentaba recobrar el aliento después de verte despierto tan temprano.

– ¿Tú qué opinas, Harry? ¿Le hacemos lugar? ¿Estás seguro de que aceptemos una chica en nuestra mesa?

– Tengo que pleguntale a Alfled y Elton, se divierte el niño, sentado entre su cocodrilo y su elefante.

Dejo lentamente mi escalón para ir con ellos a la cocina abierta, le doy un beso en la frente al pequeño y luego a cada uno de los peluches para que me acepten en el club.

– ¿Y Titan? interviene Harry, indignado de que lo haya podido olvidar.

Mi corazón se acelera de inmediato. Algunos latidos suplementarios me golpean las sienes ante la simple idea de darle un beso a Tristan.

Desde que vivimos bajo el mismo techo, nos hemos visto obligados a este tipo de intercambios decenas de veces. En la época en que odiábamos eso. Pero todo ha cambiado.

Y besarlo « en público », ahora que ya no tengo derecho a hacerlo, besarlo de la forma más inocente del mundo, ahora que tengo ganas de lo contrario, besarlo como una hermana besa a su hermano, me parece repentinamente insoportable.

Creo que preferiría nunca más acercarme a él que tener que jugar a esto.

Pero Tristan me hace mentir avanzando hacia mí. El calor de su cuerpo cerca del mío me da un escalofrío y este simple roce me hace vacilar por dentro. Él me presenta su mejilla, con la mandíbula apretada y un suspiro de dolor en los labios. Pongo en ella mi boca, le ordeno a mi cerebro un beso furtivo, pero mi piel ama demasiado a la suya, mi frente se pone contra su sien, mi nariz contra su pómulo, lo respiro por un instante - gel de baño de coco, shampoo, detergente -, me embriago de él y saboreo lo prohibido, incapaz de evitarlo. Él tampoco despega su rostro del mío, sólo veo sus párpados cerrarse, sus largas pestañas acabar con sus buenos propósitos. Luego la mirada azul regresa y me fusila alejándose, dudando entre reproches y disculpas. Tristan se frota vigorosamente las el cabello y va a recargarse contra el fregadero de la cocina, de espaldas a mí, contrayendo sus bíceps en las mangas de su camisa gris claro.

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