4. Acción o... ¿acción?

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Este sábado había comenzado tan bien. Un paseo por el mercado de pulgas con Betty-Sue hizo que me doliera el rostro de tanto reír frente a los extravagantes puestos de los vendedores. Una nadada en el mar, en un pequeño rincón desierto, y el agua turquesa para mí sola. Una comida tardía con Fergus cuyas manos están cubiertas de urticaria —el pobre es literalmente alérgico a su trabajo. Una tarde de relajación con Bonnie, a la orilla de la piscina del Lombardi, sin el tornado italiano en las cercanías.

Y le perspectiva de regresar al silencio, la calma, la intimidad de mi gran morada, después de un día satisfactorio. Ya que mi único coinquilino sale todas las noches desde nuestro último encuentro, soy la única que vive en la casa familiar.

Mi peso en palomitas y una vieja película de espionaje en streaming: mi definición de una noche perfecta.
Si no es por las preguntas que me agobian... ¿Dónde está Tristan? ¿Con quién? ¿Y en qué posición?

Finalmente, entro en la ducha en cuanto llego, me amarro el cabello en un chongo después de haberlo lavado, me pongo la pijama demasiado grande y larga de algodón orgánico —mi única compra en el mercado esta mañana, para darle gusto a la tirana hipster que es mi abuela— y bajo a la sala. Aparte de los bips del microondas, nada llega a romper el silencio que me rodea. En fin, eso y los maullidos histéricos de la gata en celo del vecino, a la cual estaría bien que ya esterilizaran.

Odio los gatos.

El recipiente de las palomitas está vacío frente a mí. Apenas comienzan a salir los créditos finales de Intriga Internacional de Alfred cuando ya me estoy quedando dormida sobre el sillón blando de la sala. Una tortuga gigante de nombre Thor me visita en mis sueños e intenta enseñarme el arte del krav magá.

Y luego, cerca de la medianoche, el cielo se me cae encima. O más bien, un barril de cerveza me roza peligrosamente la sien. Abro los ojos y descubro a dos idiotas tatuados que se divierten lanzando el objeto de diez kilos como si se tratara de una pelota de basketball, a riesgo de romperle el cráneo a la pobre chica que se encuentra allí. Yo. Me levanto de un salto sin siquiera preguntarles qué hacen allí, porque ya tengo una idea… Con la mente todavía adormilada, los veo reírse de mi pijama sin forma. Me abstengo de ahorcarlos, los dejo allí y me cruzo con tres chicas despampanantes en shorts y bikini en el vestíbulo. Ellas me miran de soslayo antes de continuar con su camino haciendo resonar sus tacones de doce centímetros. Quiero asesinar a alguien.

Treinta segundos más tarde, al fin más despierta, obtengo la confirmación de que mi terrible presentimiento es justificado. Me doy cuenta de que la música hace temblar las paredes de la casa. Que unos cincuenta perfectos desconocidos se bailan se besan, se pelean bajo mi techo. Que el alcohol fluye a mares a pesar de la joven edad de los invitados —entre 18 y 20 años, gracias a las identificaciones falsas. Y termino por percibir su cara de ángel mirándome, desde las escaleras donde admira este espectáculo, en éxtasis total. Sus malditos ojos azules, sublimes e hipnotizantes, que me inspiran tanta apatía— y tanto deseo.

Tristan Quinn, ¿en verdad organizaste una maldita pool party sin avisarme?

Varias carcajadas resuenan cuando los «invitados» me descubren, en medio del vestíbulo, vestida como mormona, con un chongo desordenado en lo alto de la cabeza, la mirada perdida y la mandíbula apretada. No hay lugar a dudas, me llevo el premio de la más grande perdedora de la noche.

La única solución: la huida. Me dirijo a las escaleras, empujando a dos o tres tontas a mi paso, ignoro los intentos de coqueteo barato de un tipo borracho, mando al diablo a Drake y Elijah cuando intentan ofrecerme una cerveza y subo las escaleras lo más rápido posible.

Evidentemente, al llegar hasta arriba, me tropiezo y me caigo. Un brazo musculoso me detiene justo a tiempo, evitándome llegar al piso. Levanto la mirada hacia quien me rodea la cintura. Tristan. Lo empujo brutalmente, murmurando para que solo él escuche:

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