5. Acuerdos y desacuerdos

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El fin de semana en Miami Beach tuvo que terminar antes. Nuestro camino se detuvo en los Everglades y los cinco regresamos a Key West al día siguiente.

Drake y Tristan en su tanque. Bonnie, Fergus y yo en mi SUV reparada. Y nadie ha vuelto a hablar de la noche en el Wild Motel. Mi mejor amiga mantuvo una sonrisa ingenua en la boca durante todo el trayecto. Fergie mantuvo la cabeza inclinada hacia su ventanilla abierta, para evitar vomitar, con las manos crispadas alrededor de una bolsa de plástico de auxilio.

Nadie hablaba. Y tuve unas buenas tres horas de silencio para poder pensar en mis locuras nocturnas sonrojándome, para volver a vivir en mi mente esas escenas tórridas, en donde yo no era yo, ni Tristan él, donde nada estaba prohibido, donde nos volvimos tan salvajes como el nombre de ese hotel.

Cuando nos despertamos en la habitación 12, yo estaba completamente aturdida. Tristan también. Sin hablar, volteamos nuestros cuerpos adoloridos, uno frente al otro. Nos sonreímos. Sin jugar, sin reproches ni provocaciones. Por primera vez. Suavemente, él me acomodó uno de los mechones que me tapaban el rostro. Miles de palabras pasaban por mi mente, pero ninguna salía. Él debió haber visto mi mirada atormentada ya que puso su pulgar sobre mi boca, antes de murmurar:

– Tenemos que seguir intentándolo, Liv... No ceder.

Asentí en silencio, sabiendo pertinentemente que ésa era la única solución. La única aceptable, en todo caso. Y acepté volver a cerrar este paréntesis insensato.

Desde entonces, ya no intercambiamos ni una palabra. Apenas una mirada.

Por supuesto, nos vemos casi todos los días. Pero para respetar ese acuerdo tácito entre nosotros, ninguno de los dos juega con fuego ni da el primer paso. No tengo ni idea de lo que siente. De lo que esa noche significó para él.

Pero cuando Tristan no me manda al diablo por varios días, se burla de mí, me trata de hija de papá, o me busca con sus provocadores ojos azules, sé que algo está pasando bajo su cabello despeinado. Sé bien la guerra que lleva por dentro, contra mí y contra sí mismo.

La misma guerra que yo.

El mes de noviembre pasa lentamente en las Keys, los días son más cortos y los chaparrones son más escasos, las temperaturas siguen siendo agradables, aun cuando un viento ligero se eleva desde el océano. En esta época del año, los habitantes salen de su estupor y la vida local se despierta nuevamente.

Key West es el escenario de una carrera de barcos de gran velocidad, de un día conmemorativo de los veteranos de guerra, de un torneo de pesca abierto a todos, de una competencia de escultura en arena y de un festival de cine que llena de nuevo los hoteles y los bares de la isla. Normalmente adoro este ambiente bohemio y arty, pero este año no me siento con ánimo de participar en nada. Me sofoco entre las clases y el trabajo, encerrándome en mi habitación o en la agencia inmobiliaria de mi padre, mientras que Tristan parece hacer lo mismo por su parte, en la escuela de música, en el garage de uno de los miembros de su grupo o en una de las salas de concierto que llenan.

Y en las cuales tengo buen cuidado de no entrar.

Pero Thanksgiving se acerca a grandes pasos y no sé cómo podré escapar de esa cena familiar. Esa tradición americana que a Sienna tanto le gusta y que lleva semanas preparando, demasiado emocionada ante la idea de poner la vajilla elegante y poder jugar a la familia perfecta y unida, aunque sea sólo por una noche. Sólo pensar en eso me da náusea.

Ese mismo jueves feriado por la tarde, le anuncio a todos que no iré a la cena este año, puesto que iré a servirle la cena a personas sin recursos. No me inscribí oficialmente como voluntaria, pero leí en unos anuncios en la calle que todo el mundo podía participar, ya fuera para ir a comer o a ayudar. Me pareció la ocasión perfecta para hacer una buena acción.

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