Capítulo 9

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Despertó temprano, algo extraño en él. Había pasado toda la noche soñando con María. No se trataba de ningún sueño pecaminoso, todo lo contrario. En su mente recreaba aquella sensación de calidez que le había asaltado cuando compartió con ella el día anterior. Se sentía tan confiado y feliz, que incluso le había confesado sus más profundos deseos. Había soñado que caminaban juntos, tomados de las manos, por París. Habían decidido visitar la Exposición, y la presencia de María a su lado lo hacía sentir un hombro dichoso… Con esa sensación de paz, salió de su habitación para solicitar el desayuno. Para su sorpresa, se topó conque María ya lo estaba haciendo.

―Buenos días ―le saludó ella con una sonrisa.

―Buenos días ―respondió―. Noto que has despertado con apetito.

―Así es. También he enviado una nota a Claudine, para que ya no esté preocupada por mí. Le he hecho saber que me encuentro perfectamente. ―Esta última frase la dijo mirándolo a los ojos. Gregory se ruborizó un poco.

―Es bueno saberlo.

Compartieron el desayuno en silencio, mientras se miraban el uno al otro. Ella no podía imaginar que una atmósfera de franca complicidad se hubiese instalado tan pronto entre ellos. Sabía que Gregory era un hombre de personalidad atrayente, pero le costaba pensar que aquello que comenzaban a experimentar lo hubiese sentido con alguien más. Ojalá no fuese así con todas o terminaría rompiéndole el corazón.

―¿Tienes planes para hoy? ―le preguntó él de pronto.

―No. Imagino que Claudine venga pronto a visitarme, pero desconozco cuando podrá salir sin que mi tío la descubra.

―Me preguntaba si te gustaría dar un paseo conmigo… ―Gregory no sabía la razón de su nerviosismo, pero la voz no la exteriorizaba de forma natural. Deseaba que María no lo hubiese notado.

―¿A dónde?

―A la Exposición. ¿Qué dices?

―¡Maravilloso! ―exclamó ella realmente alegre.

Y sin decir nada más, María se levantó dando saltos y corriendo hacia su habitación para alistarse. Antes que Gregory pudiera darse cuenta, tenía una sonrisa en su rostro. Le agradaba mucho esa chiquilla, pero solo eso… No debía mirarla con otros ojos y se esforzaba en no hacerlo, aunque aquel cabello rojizo le despertara unas ansias inmensas de acariciarlo en la intimidad de su alcoba.

―¡Estás loco! ―murmuró. Se terminó su café de un trago y también se puso de pie.

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Un rato después, Gregory y María tomaban un coche hacia el corazón de la Exposición. La misma había sido inaugurada el 15 de abril por el Presidente de la República francesa, el señor Emile Loubet. Su lema era: “el Balance de un siglo”, y como tal convertía a París en la capital del mundo, a pocos meses de que el siglo XIX llegara a su fin. Moría una época y nacería otra, mucho más luminosa ―esperaban algunos―, ambicionando que ningún conflicto bélico trajese destrucción al mundo que conocían.

Tras el término de la guerra franco-prusiana en el 71, se vivía una época de bonanza que había hecho renacer París. El arte, la música, la vida nocturna, la ciencia y la técnica se habían unido en una época hermosa y moderna en todos los sentidos, más aún para la élite en la que se movía la familia francesa de María.

La pareja se dirigió a una de las principales atracciones: la acerca móvil. Se trataba de una pasarela rodante, elevada a casi diez metros sobre el nivel de la calle, que ofrecía unas inéditas vistas de la ciudad. La pasarela contaba con tres plataformas elevadas, la primera estaba estacionaria, la segunda se movía a una velocidad moderada y la tercera, la más rápida, a unos diez kilómetros por hora.

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