Epílogo

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31 de diciembre de 1900

María, su esposa, reposaba a su lado con las mejillas encendidas. Gregory la observó dormir con una sonrisa en los labios, admirándola cada día más. El cabello rojo desparramado sobre el lecho lo inspiró a acariciarlo con delicadeza, mientras María suspiraba con los ojos cerrados, sumida en un sueño tranquilo. Llevaban apenas unos días de casados, y no podían estar más felices.

La ceremonia había sido en Ámsterdam, en la Nieuwe Kerk, donde mismo se había casado Georgiana. Esta vez fue él quien aguardó en el altar a la mujer que amaba, y comprendió a la perfección lo que se sentía. María estaba hermosa con su níveo atuendo nupcial; aquella imagen la atesoraría en su memoria por el resto de su vida… ¿Quién hubiese previsto que aquella niña a la que apenas miraba se convertiría en su amadísima esposa?

Pasaron unos días en la ciudad, pero luego regresaron a París. María no podía perder sus clases en la Sorbona, así que tenían proyectado uno viaje de recién casados más largo para los meses del verano.

La joven despertó de sus sueños y lo miró a los ojos con una sonrisa:

―¿En qué piensas, amor mío?

―En nosotros, querida. En nuestra boda.

―Es un hermoso pensamiento.

―El mejor ―respondió él mientras enredaba sus dedos en el cabello de ella.

María se dejó llevar por sus acaricias, gimió cuando sintió sus manos explorar por debajo de la camisola que llevaba, haciendo endurecer sus pezones al instante con su delicado tacto.

―Te amo, María.

―Yo también te amo, Greg.

Aquellas palabras bastaron para enardecerlo. Gregory se libró en un instante de la ropa que lo aprisionaba e hizo lo mismo con la de María. No demoraron mucho en unirse en aquella erótica danza que los hacía temblar de placer. Habían hallado en esos sublimes momentos, la más íntima correspondencia de sus cuerpos y la más ansiada plenitud.

Llegaron al éxtasis al mismo tiempo, cayendo exhaustos, abrazados y sudorosos, riendo ante la embriaguez que les embargaba.

―Dios Santo, Greg. ¡Debemos darnos prisa! Esta ha sido la siesta más larga de la Historia, y me temo que dentro de poco llegará la familia para la fiesta.

―Tienes razón ―respondió él sonriente―, pero no tengo deseos de abandonar tus brazos…

―Yo tampoco, mas debemos darnos prisa, cariño. ¿Qué pensarán tus hermanos cuando no nos vean llegar?

―Que estamos recién casados.

Ella rio, pero volvió a pedirle que se apresuraran. Él accedió a regañadientes y se puso de pie, ayudando a su esposa a hacer lo mismo. Su exquisita figura desnuda lo sedujo por unos instantes, pero finalmente se centró en alistarse para la celebración. María hizo lo mismo, aquel vestido burdeos que seleccionó la hacía lucir más hermosa de lo que ya era. ¡Qué afortunado se sentía Greg de haberla hecho su esposa!

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“Le Baiser d´amour” era el sitio escogido para la celebración familiar, en vísperas del año nuevo. El restaurante solo abriría para ellos, quienes tenían muchos motivos para celebrar. Los niños volvían a estar juntos, esta vez en casa de Greg bajo la atenta supervisión de sus respectivas ayas. Valerie ya vivía en Giverny, pero estaba recién casada también, así que se había embarcado en un viaje en el Imperatrix hacia Nueva York con su adorado Janssen.

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