El castigo

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El castigo


— ¡¿Pretende que laves su ropa?! —exclamó Ron indignado cuando Harry le contó lo sucedido después de clase.

— Bueno, supongo que forma parte del castigo. —murmuró Harry sin ánimo de discutir

— Podrías decirle a Dobby que...

— Me advirtió que no lo involucrara, y la verdad es que prefiero evitarme el riesgo de que me descubra... ¡total, la lavo y ya! No me va a pasar nada porque lo haga, con mis tíos es cosa de todos los días.

— Me alegra ver que hayas decidido madurar, Harry. —intervino Hermione levantando la vista de su libro de Aritmancia—. No es correcto discutir las decisiones de los profesores.

— Pero da la casualidad que Dumbledore ya le había dado su castigo —protestó Ron—. Así que Snape no tenía porqué imponerle más tareas, y menos algo tan asqueroso como lavarle la ropa. Deberías quejarte con el director, Harry.


Harry sólo dejó caer la cabeza hacia atrás, no le preocupaba en lo absoluto tener que lavar la túnica de Snape, lo que no lo dejaba tranquilo era que en menos de diez minutos debían prepararse para acudir a clase con Ángelo.


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Al entrar al aula, Harry fue directamente a uno de los pupitres del fondo, ni siquiera volteó a mirar si su profesor estaba ahí, tan sólo de saber que tendría que tomar clases con él sentía un fuerte nudo en el estómago. Ron pensó en seguirlo, pero una suave sonrisa de Hermione provocó que se olvidara momentáneamente de su amigo, quizá era hora de tomar una nueva compañera, después de todo, Harry siempre era el mejor en Defensa y no era divertido ser siempre el vencido, por lo menos ese fue el pretexto que él mismo se dio para preferir la compañía de Hermione.


A Harry no le importó quedarse solo, así tenía más tiempo de rumiar contra su profesor sin que nadie le interrumpiera. Ángelo impartió la clase de una manera muy amena, y consiguió que la mayoría le pusieran atención olvidándose de su condición de Veela. El único que no pudo hacerlo fue Harry, quien lo único que escuchaba era el zumbido de coraje que hacían sus oídos al pensar que tenía que pasar un fin de semana con ese fantoche presumido de gustos envilecidos.


Esa noche, aprovechando que se encontraba solo en su habitación, cogió la túnica de Snape y la llevó hacia el baño, pero al ver que no había las condiciones adecuadas para lavarla, bajó a la sala común y le pidió a su amigo la contraseña del baño de los prefectos, así podría terminar con su labor de una vez por todas.


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En cuanto estuvo solo, empezó a llenar la tina con agua tibia, y mientras esperaba, se recostó en el suelo suspirando cansado. De pronto, un aroma llegó hasta su nariz, era tan sofisticado como hipnotizante, pensó que quizá era uno de los jabones, pero recordó que no había abierto más que el grifo del agua, abrió los ojos y se incorporó mirando a todos lados, pero sin encontrar la fuente de aquel olor que traspasaba sus sentidos. Entonces la vio, al sacar la túnica de Snape de su envoltorio estaba emanando esa fragancia, suavemente la tomó para acercarla a su rostro y aspirar profundo. Una agradable sensación le llenó por completo y sonrió tenuemente.


— Huele muy bien... ¿Qué será? —se preguntó a sí mismo—. Tal vez sea la mezcla de las pociones... o los restos del café o del pastel, o ambas cosas. Tal vez Snape esté experimentando con perfumes. No, eso lo dudo. —se rió divertido—. Mejor dejo de olerlo, puede ser peligroso, pero ¡cómo me gustaría saber qué es!

Enfermo de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora