Capítulo 15

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#70 #BPOV

¿Qué pasa cuando alguien está disfrutando su comida como nunca? Llega una mosca y se para encima de ella. 

Bueno, eso fue lo que pasó con Andrew. Me encontraba feliz, acostumbrándome a las constantes mariposas en mi estómago y al suave hormigueo de su contacto con mi piel. Hasta que llegó Victoria, convirtiéndose en la mosca, poniendo sus estúpidas patas en el y contaminándolo todo a su paso. Sé que no debería comparar a las moscas con Victoria, ya que las moscas no tienen la culpa, pero es la mejor forma de ver la situación. 

Era un día precioso, el sol brillaba y el aire corría. Era uno de ésos días en los que se apetecía tomar la bicicleta, dar un paseo y tomar un helado en el parque, o simplemente salir al jardín, acostarte en el pasto y mirar las nubes pasar. Un día que mi antigua familia hubiera disfrutado, con papá preparando una barbacoa y mamá cepillándome el cabello con los dedos mientras yo buscaba formas a las nubes. 

Reprimí las ganas de llorar ante el recuerdo y decidí que era hora de levantarme abriendo los ojos con pereza. 

El cuarto de mi amiga estaba totalmente iluminado, con las cortinas abiertas tratando de que entrara toda a luz natural posible. 

Arqueé mi espalda y estiré todas mis extremidades, gimiendo ante el placer que éso me proporcionaba. Después, cuando estuve satisfecha, levanté mi torso y me recargué en el respaldo, buscando a Maïa con la mirada. 

—¿Ya te fuiste?—pregunté al aire, mirando a los alrededores. 

—Por supuesto que no—le escuché decir, salió de su armario con su bata y una toalla en la cabeza como turbante—. Estaba a punto de despertarte, es día de escuela y no te salvas. 

Dejé caer mi cuerpo otra vez a mi cama, cayendo encima del panda que Andrew me había regalado. 

Ella chasqueó la lengua y yo gruñí mientras me ponía de pie. 

—Iré a bañarme, entonces—anuncié mientras caminaba con toda la flojera del mundo hacia el baño. 

Media hora después yo ya estaba lista con mi mochila color ladrillo en colgada en un lado de mi espalda.

Maïa tomó sus llaves y cuando estuvo a punto de abrir la puerta, se detuvo y se acercó a la mirilla. 

—Creo que deberías de ver esto—me dijo.

Fruncí el ceño y me acerqué para ver sobre el pequeño orificio. 

Todo el color de mi cara se fue, como si lo que hubiera allá afuera fuera un fantasma o algo peor. 

Recargado en su automóvil reluciente, él estaba ahí tal y como lo recordaba, sólo que con menos cabellera. Alto, flaco, muy elegante y guapo para su edad. Traía una camisa de vestir azul cielo, unos pantalones negros de raya diplomática y zapatos negros de vestir. 

Santo cielo, mi estómago se revolvió al recordar que la última vez que había conversado con él había estado ebria y herida. 

—Ay, madre—musité con los ojos bien abiertos. 

—¿Viene por ti, no es cierto?—preguntó con tristeza. 

Me volví para mirarle a los ojos, ya estaban aguados. 

—No me iré con él y lo sabes—le dije con firmeza—. Ahora hay que salir, ignorarle e irnos a la escuela como si nada de esto hubiera pasado. 

Maïa se limpió una lágrima que corrió por su mejilla y asintió mientras abría la puerta. 

Ahora ya estando aquí afuera, no me sentía tan valiente como segundos atrás. Saqué mis lentes de sol y me los puse, para evitar cualquier contacto visual con él o más bien, para ocultar los nervios y el miedo que reflejaban. 

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