Capítulo 20

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Todos los secretos al final no se pueden mantener para siempre al igual que las mentiras y lo mismo pasó cuando se descubrió a Kyoko.


Fue cuando acompañaba a Thanatos en recoger almas, la pequeña volaba en su perro autómata mientras también sonreía a las personas que sentían afecto por otros, familiares, amigos, amantes y hasta animales cualquier cosa que inspirara en el corazón ese sentimiento tan hondo y hermoso.


Se acercó a una casa donde una familia lloraba destrozada, el hijo menor había muerto recientemente de una grave fiebre y estaban colocándole las monedas.


Era lo que odiaba y entristecía de su trabajo a Kyoko recoger las almas de niños que apenas habían empezado a vivir y dejado atrás a sus seres queridos para lidiar con el dolor para superarlo.


Invisible para los ojos de los mortales se acercó al cuerpo y lo tocó en la frente con delicadeza, al instante apareció el alma del pequeño confundido pero cogió la mano que la pequeña diosa le tendía. Ambos embarcaron el vuelo en el perro de Kyoko, para animarlo convocó almas de perritos, conejos y delfines que revoloteaban su alrededor haciendo reír al pequeño.


Siguió hasta que recogió dos almas más, la imagen era a la vez hermosa y algo perturbadora unos pequeños volaban en el aire riendo y bailando mientras jugaban con animales que brillaban como estrellas alrededor de una niña que montaba un imponente perro de oro.


Kyoko llegó al inframundo con las almas cogió el arnés de Koga (así se llamaba su perro) y guiándola la llevó ante Hades y los jueces, la niña le hizo una reverencia.


—Mi señor le traigo las almas—


Se materializaron al instante los pequeños que estaban sobrecogidos y algo asustados pero Kyoko los calmó, los pequeños fueron enviados a las islas de los Bienaventurados o si querían reencarnarse para una segunda oportunidad.


Después de despedir a los pequeños la diosa se fue a la fragua de su madre.


Hefesto estaba trabajando en el nuevo carro de Hades cuando vio a su pequeña, la diosa dejó lo que hacía y la abrazó si había algo que podía hacer que dejara su trabajo era su hija a la que amaba más que a nada.


Kyoko abrazó gustosa a su madre sintiendo la calidez de ella, a sus ojos su madre era la mujer más hermosa que había visto y los que opinaban lo contrario se equivocaban. Sabía lo que decían de ella y estaba molesta si pudieran ver el mundo a través de sus ojos lo entenderían pero los dioses y demás mortales estaban demasiado centrados en ver lo que creen.


—¿Como ha ido?—


—Bien esta vez no eran muchos—si hubieran guerras o hambrunas habría sido peor.


La pequeña diosa ayudó a su madre en un proyecto, una espada de batalla enorme cuyo pomo se sostenía con ambas manos, adornada de rubíes y la empuñadura con dos cráneos de buitres de plata.


Era hermosa pero Kyoko pudo ver por el tacto que era muy pesada y ostentosa.


Fuego IncandescenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora