El hotel

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Los vidrios tenían que ser a prueba de sonido. No era que no disfrutara de los alaridos llenos de dolor de sus víctimas, pero los gritos de los niños siempre solían alterar a los Peris controlados que entrenaban.

La sustancia que se les inyectaba para iniciar los procesos era como aceite que ardía al ingresar a las venas, luego la mezcla de sangre Normi con Peri provocaba dolorosos espasmos que muchas veces terminaban en asfixia.

Pero, mezclar sangre Peri con Peri era otro nivel de dolor.

Observó al niño al interior de la cápsula, sabía que estaba gritando más que nada por lo rojo en su rostro y las lágrimas que se derramaban. Algunas veces era un llanto de sangre que dejaba un desastre en el suelo.

Se mantuvo apoyado en el muro con los brazos cruzados mientras presenciaba cómo el pequeño cuerpo se doblaba de dolor, ya había perdido algunas uñas por enterrarlas en la mesa metálica, pero ni eso detuvo el proceso.

Dos veces lo tuvieron que reanimar, pues el dolor lo llevó a entrar en shocks que paralizaron sus pulmones. Lo increíble era que con todo y todo, en doce horas, la criatura estaba de pie viendo a la nada. Era joven, el más joven de todos sus experimentos, pero también era el más fuerte de todos... Incluso que él.

Por esa razón se le mantenía bajo extremo control, tenía suficientes poderes para terminar con el hotel en un parpadeo. Si ese experimento salía bien, lo que resguardaba en su laboratorio personal sería un arma infalible.

Se aburrió de ver al niño y, tras darle un leve asentimiento a su científico de confianza, salió del lugar.

De vez en cuando, Reiku caminaba por los pasillos del hotel con calma. Escuchaba gritos, gemidos, risas y más gritos, a lo largo de su recorrido y eso le emocionaba. Sabía que con un movimiento de cabeza podía aumentar o terminar el dolor y eso no era un poder que se pudiera adquirir con ninguna mezcla de sangre.

Siempre gustaba de recordar de dónde se levantó para poder disfrutar donde estaba.

Cada esquina albergaba un recuerdo. El hotel era cuatro veces más grande que su tamaño original, pues aprovechando los extensos jardines que alguna vez tuvo, construyó dormitorios, calabozos, salas de tortura, experimentación, laboratorios, y salas de entrenamiento. Pero la parte que él recorría era la original, esa en la que trabajó y vivió durante su juventud. Aquella por la que anduvo en múltiples ocasiones con su tutor.

Se le hacía increíble cómo una pequeña idea podía crecer hasta lo que actualmente era: control mundial, gente que adoraba el piso en el que caminaba y que estaba dispuesta a recibir una bala si de salvarlo se trataba.

La humanidad era egoísta y temerosa, los llenaba de incertidumbre lo desconocido; por eso, cuando empezó a notar su muy corriente habilidad, pensó en cómo usarla a su beneficio. 

Leer mentes era un don poco especial en comparación a otros; nadie sabía que lo podía hacer, pues no era tonto. Su poder servía para robar ideas, mantenerse al tanto del estado mental de su gente, y lo mejor, descubrir otras habilidades; por eso mantenía oculto ese don que lo llevó a la idea del control mundial.

Reiku llegó hasta su biblioteca y se sentó en el gran escritorio de caoba que estaba en medio de ella. Desde ahí observó el cuadro que colgaba sobre la puerta, en él se encontraba retratado un anciano de ojos verdes: su tutor, el creador de todo ese movimiento.

—¿Qué pensarías si me vieras hoy, Hayato? —preguntó con sarcasmo—. Mira a tu alrededor, todo está bajo mi control y se hace lo que digo; todo lo que deseaste y cuidaste, ahora es mío.

Muchos le preguntaron cómo supo de la habilidad de su florecita, pero a nadie le confesó que se lo debía a Hayato. El anciano siempre pecó de presumido, hablaba con orgullo de las habilidades de sus nietos, alardeaba de su magnífica hija, repetía constantemente que eran superiores y que la gente se debía inclinar ante los de su sangre.

El poder en unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora