Capítulo 2

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La clase ha empezado a aburrirme desde el primer segundo. Se supone que hay un dictado en el pizarrón, pero las letras del profesor parecen unos cuantos mosquitos aplastados en lo blanco. No soporto más estar encerrada aquí. La paciencia no es una de mis virtudes. Como toda estudiante educada, me planto frente al profesor para pedir permiso, interrumpiendo a propósito el gran discurso que salía de su boca. ¿Les ha pasado cuando empiezan hablando sobre el tema que debe y al final terminan contando a todo el salón sobre su divorcio y los problemas que tuvo con su pareja? Eso es exactamente lo que pasaba.

—¿Permiso para salir? —arruga la frente, haciendo que resalten las arrugas que han aparecido gracias a sus cincuenta años.

—Sí, ¿no puede darme permiso? —le reprocho y me cruzo de brazos.

—La última vez que le di permiso no regresó en el resto de la clase.

—Necesito ir al baño, ¿tengo que ser más clara? —mi voz pretende subir de tono, así que me relajo para no llegar a faltarle al respeto.

Sin tener otra salida, asiente con la cabeza resignado y desconcertado, retoma su discurso entre vacilaciones. Salgo mientras todos permanecen en silencio escuchando la dramática vida del profesor.

Un volován y un jugo para disfrutar pacíficamente en los comedores. Hay completo silencio, lo que me permite darme cuenta de unos pasos, indicando que alguien se aproxima. Al llegar a mi campo de visión, me doy cuenta de que he tenido el placer de conocerlo, es el chico pelinegro de mejillas rosadas. Pasa al lado de la mesa donde estoy sentada con suma seriedad y pide el mismo sabor de jugo que yo. Al darse la media vuelta, su mirada cae sobre mí, pues soy la única persona que ocupa un lugar en la cafetería.

—No sabía que en el baño vendían volovanes —me suelta.

Haciendo un ruido irritante, succiona todo el líquido de su caja y luego la aplasta hasta que pierde su forma. Espera una respuesta pero no me molesto en dársela. En cambio, a él no parece importarle y arrastra la silla que está al frente mío con su cara de pocos amigos. Vaya, tenemos algo en común.

—El profesor va a pensar que te dio diarrea —le digo. Ahora que lo pensaba bien, era una buena idea para excusarme de no regresar.

—Tienes razón, volveré a clase —responde y se recarga en el respaldo de la silla y me examina el cabello con sutilidad—. ¿No te han dicho algo?

Logré escaparme del director una vez más. El estúpido reglamento te prohíbe venir con tatuajes, perforaciones y con el cabello pintado. ¿Qué cree director? Acabo de mandar a la mierda su reglamento.

—No —le corto.

Permanecemos en silencio.

—¿Vienes? —me pregunta como si debiera hacerlo, aunque la respuesta ya la sabe.

Niego con la cabeza. Ni de broma volvía.

En mi regreso a casa, encuentro todo en total silencio. No está mi hermana, ya se hubiera escuchado la música que pone cuando está haciendo su sesión de abdominales para así según ella, dejar de sentirse gorda, lo que es una tremenda estupidez. No he podido llegar a la conclusión sobre de qué está llena su cabeza. Sin tener nada en qué entretenerme, busco en la alacena el paquete de papitas que he resguardado desde la semana pasada que lo abrí. No hay rastro de que alguien haya husmeado en su interior. Subo las escaleras despacio, sin la intención de romper el silencio que alberga en la casa. Enciendo el aire acondicionado de mi habitación y me quito el gorro que toda la mañana usé para combinar con mi sudadera. Me dan ganas de ir al baño, y una vez adentro, me echo un vistazo en el espejo del lavabo. El cabello me cae a los costados y me idealizo con el cabello corto. Sonrío por la magnífica idea. Tuerzo la boca. No soy estilista pero creo que podría hacer el intento. Me muevo en busca de las tijeras pero el ruido de la puerta principal abriéndose me detiene e inevitablemente pongo los ojos en blanco. Mi plan tendrá que esperar.

Azul, museo de desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora