Capítulo 19

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Meg acomoda la maleta en el automóvil del chico moreno que supongo es su nueva conquista. Se las ha ingeniado para pedirle prestado su auto y él mismo se ha ofrecido como conductor. Meg tomó clases de manejo hace ya varios años, así que es posible que se haya olvidado de cómo conducir decentemente sin subirse a las banquetas o arruinar la pintura del auto con los roces que le da a los anuncios de tránsito.

—¿Sólo una maleta?

—Sí. Llevo lo necesario, ya sabes, paquetes de galletas, latas de atún, mi bote extra grande de crema de avellanas, un par de ropa. Lástima que no puedo llevar la tostadora para la cena, pero llevo los panecillos.

—¿No olvidas tu cama de casualidad? —pregunta con sarcasmo el chico moreno, sin ser invitado a la conversación.

—Por fin un día sin Azul. Ahora tendré dos cuartos para mí sola, podré invitar a mis amigas.

—No te atrevas —le reto con la mirada—. Si pones un pie en mi habitación me daré cuenta.

—Adivino. ¿Vas a poner harina en la entrada para ver las huellas?

—Me conoces muy bien —le sonrío como una advertencia.

—Ya, apúrate, mi madre saldrá pronto y preguntará quién es él.

—¿Lo ves como un problema? Dile que es tu novio y ya —ruedo los ojos—. A mí nadie me apura, me falta cepillarme el cabello.

—Y sí que te hace falta. ¿Desde cuándo no lo cepillas?

—Desde, ammm, esta mañana, cuando me bañe. No sale peinado y cepillado, ¿lo sabías?

Entro a la casa para despedirme de mi madre, mientras el motor del automóvil se enciende y se escuchan las puertas cerrándose.

El trayecto es un dolor de cabeza. La conquista de mi hermana parece tener varios temas de conversación, y por lo que me doy cuenta, practica natación y artes marciales, su madre ha convertido su casa en un refugio de perros, y le gusta meditar y la antropología.

El ambiente se respira fresco y húmedo, pues una llovizna acaba de cesar sobre el bosque. Atravesamos gigantescos arcos de árboles. A cada ángulo que miro hay vegetación. No descartaría la idea de encontrarnos a un venado en la carretera. El canto de las aves revolotea en el aire, que permanecen escondidas de la llovizna.

—Entonces, ¿con quién te reunirás ahora mismo?

—No lo sé. No veo a ningún patético por aquí. Bueno, excepto aquel chico al que su madre le ha dado una botella de repelente contra mosquitos.

—¿Al menos tienes amigos? —dice Meg, burlándose claramente de mi incapacidad por socializar.

—¿Tengo que tener para venir? Puedo pasármela sola.

—La patética eres tú. Ahora —Se quita las gafas de sol que ha traído y se pasa una mano por el cabello. Voltea a ver al chico moreno que la espera en el asiento del conductor y luego regresa—. Si necesitas algo, no me llames quieres.

Pongo los ojos en blanco.

La camioneta desaparece y me enfrento a la realidad. Recojo la maleta con las cosas que he empacado y busco a alguien conocido entre toda la multitud regada de personas, pero no reconozco a nadie. La verdad, no tenía muchos conocidos en el colegio.

En completa soledad junto a mis maletas, me toca presenciar cuando una chica tropieza con una enorme roca, soltándose del agarre de su maleta y provocando que ésta se caiga y azote contra el pasto. Suelta unas palabras en otro idioma, que no soy capaz de conocer.

Se levanta sin dificultad y se sacude el pantalón, posteriormente, se da cuenta de mi presencia a su costado.

—¿Sabéis en qué parte están las cabañas de chicas?

Azul, museo de desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora