Capítulo 14

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Me levanto con mis pantalones aguados de siempre directo a la cocina. Son las diez de la mañana y la idea de un pan tostado es lo que me impulsa a levantarme de la cama. Me coloco de puntillas frente a la alacena y agarro el paquete de pan tostado. Tomo cuatro de ellos y con los ingredientes que he agarrado del refrigerador se me hace agua la boca. Embadurno mi pan con mermelada, crema de avellana, queso crema, crema de cacahuate y miel, y desaparece con sólo cuatro mordiscos.

Me quedo apoyada en la barra de la cocineta, contemplando lo tranquila que se ve la mañana sin ir al colegio. Incluso, puedo respirar esa libertad. No hay pajaritos cantando ni rayos de sol, pero esta mañana es la descripción de perfección.

Enciendo la televisión, pero recuerdo que a esta hora pasa el noticiero, así que hago una mueca y presiono el botón de apagar.

Sentada en el sofá, el ruido de las ruedas de un auto frenando me hacen alertarme.

Los abuelos en serio madrugaron.

Tocan la puerta con mucha prisa, como si alguien los viniese siguiendo. Me molesto de inmediato ante su impaciencia, así que me recargo en el borde de la cocineta sin moverme, sólo escuchando el golpeteo de sus puños en la puerta. Dos minutos después, abro sin aguantar más ese ruido.

—¡Hemos llegado! —grita eufórica mi abuela, quien trae una sonrisa de oreja a oreja. A ella nunca le ha gustado dejarse las canas, y mucho menos descuidar su cara. Lleva el tinte negro de siempre y las cejas delineadas, con un poco de rubor en sus mejillas.

—Pero... ¿qué te ha pasado? —dice mi abuelo cuando me ve.

—¿Les gusta? —les digo, aunque sé claramente que les ha disgustado mi aspecto en lo absoluto.

Los dos se miran entre sí, pero prefieren guardarse sus comentarios.

Espero a que terminen de bajar las maletas de la cajuela de su camioneta. Le ayudo con la más ligera a mi abuelo, para que el frío de afuera no siga colándose por la puerta.

Mi abuela entra y lo primero que hace es husmear con un simple vistazo lo que hay o no en la casa. Ya entiendo por qué mi madre se estresa con su visita.

—Tu madre nunca escucha mis consejos. Le dije que escogiera otro color para las paredes, uno más alegre. ¿Y qué hay de las cortinas? —las mira, horrorizada—. ¿Ya ha usado las que le regalé?

Mi abuela debe explotar los buzones de quejas.

Transcurrida una hora, la manera tan sutil de cerrar la puerta principal de Meg pone a mis abuelos de pie desde la sala. Mi abuelo es el primero en saludarla. Miro todas las muestras de afecto que se dan, y lo compruebo una vez más: la causa de la sonrisa de mis abuelos sigue siendo Meg.

Le hacen miles de preguntas sobre su carrera, que parecen abrumarla. A veces ya no sabe que contestar y empieza a inventar cosas, mentiras que a ellos les llena la mirada de ilusión.

—¿Ya perdonaste a Azul por romper tu taza favorita? —Le dice de repente a mi abuelo.

Augh. Ya iba a empezar.

Sucedió hace ya mucho tiempo y fue accidentalmente.

—Eso ya fue pasado. Queda disculpado lo de la taza rota, aunque ella nunca se dignara a pedirme perdón si quiera.

La puerta se abre inesperadamente y la figura de mi madre entra echa una bala hacia su recámara, que ni siquiera se da cuenta de que ya han llegado las visitas. La sorpresa la recibe cuando baja de las escaleras y mi abuela no espera ni siquiera a saludar:

—Katia, ¿ya has organizado algo para al rato?

Estoy segura que mi madre ni siquiera está consciente del día.

Azul, museo de desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora