Capítulo 26

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Regresando del trabajo, me tomo un descanso en las banquitas de un puente que divide el centro con el sur de la ciudad. El sol está en su punto, es medio día. Los patos llegan a bañarse al lago que pasa por debajo del puente y puedo oírlos graznando. Todo mi alrededor es verde intenso, los árboles, el pasto y los arbustos.

Sigo con el uniforme del trabajo y este comienza a incomodarme, pues tengo conflicto con el largo y que tenga que cruzar las piernas para que no se me vea nada.

Era el día de renovación de votos de los abuelos. Ellos nos recogerían en su camioneta, pero avisaron que venían con demora por quedarse con los del banquete y la mobiliaria. Ellos son fanáticos de la puntualidad, ahora me imagino al abuelo viendo su reloj desesperado y queriendo ponerle una cinta en la boca a la abuela para que deje de hablar. Ella no era capaz de acabar una conversación.

Desde que me levanté para ir al trabajo dejé mi maleta lista. Los sábados trabajaba hasta tarde, pero tuve que pedir permiso para poder salir temprano. Me lo iban a descontar de mi sueldo, pero esta salida me serviría para despejarme, además de que los abuelos me desheredarían si no iba.

Tardo pocos minutos sentada, pues el sol comienza a agobiarme. Me paro de un brinco y tomo dirección hacia mi casa. Faltaban dos cuadras y podía ir a pie.

A media cuadra antes de llegar a casa, me freno en seco, y no por mi condición física, sino porque hay alguien sentado en el cofre de un carro, de los que dejan aparcados los vecinos justo en frente de la casa.

De repente, siento como se me cae el alma a los pies y debo estar blanca, más pálida de lo que soy.

Esa figura la conocía. Y puede que me equivoque, pero trae esos pantalones negros rotos que usa de costumbre.

Era él. Estaba justo ahí.

Carajo.

Tiene los ojos puestos en la puerta de mi casa, esperando algo. Esconde sus manos entre los bolsillos de su chaqueta negra y algunos rulos sobresalen de su gorra vino. Su semblante es serio, como siempre, pero esta vez está apretando levemente la mandíbula, como si estuviese tenso.

No puedo dejar de mirarlo y en un descuido, él deja de mirar la puerta, indeciso, y entonces, nuestras miradas se cruzan sin querer.

Nos quedamos atontados, sin parpadear por largos segundos, hasta que mis pies toman el control de la situación y emprenden su camino hacia la dirección contraria. Es como si hubiese recibido una bofetada para volver a la realidad.

No iba a ir a casa hasta que lo perdiera.

—¿A dónde vas? —escucho su voz a mis espaldas, alejándose a medida que doy pasos más largos.

Aumento la velocidad con la intención de dejarlo atrás. No quiero verlo. Ni hablar con él. Aún no me preparaba para volver a verle la cara. De hecho, ya me había mentalizado el no volver a verlo.

¿Qué hacía aquí?

¿Por qué estaba pasando esto?

Lo imaginaba lejos, muy lejos de aquí. Por fin iba a arreglar el desastre que se había vuelto en mi vida. Pero esta era mi realidad, lo tenía a mis espaldas, siguiéndome el paso y esperanzado a que me detenga.

—Azul, ¿podemos hablar? Entiendo que no quieras verme, pero en verdad debo hablar contigo —me dice. Su voz se escucha más cerca y me doy cuenta que he disminuido los pasos.

Llegamos a la esquina de un callejón, en donde abundan las cafeterías. Quizá si me metía a alguna y me encerraba en los baños, me dejaría en paz.

Niego mentalmente.

Azul, museo de desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora