Capítulo 17

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Prendo el aire acondicionado de mi habitación. Robé un poco del cereal preferido de mi hermana, que son mini aros de colores. Estoy acostada en el suelo, tendida sobre un tapete con la mirada fija en el techo. Un CD está reproduciéndose desde mi tocador. Lo he encontrado en el cajón en donde guardamos películas o series.

La canción tiene tonos de melancolía, pero a la vez hacen que mi cuerpo se sienta atraído por el ritmo. Me pongo de pie, y meneo la cabeza de un lado a otro. Mantengo mi mente en blanco, sólo concentrándome en el sonido que invade mis sentidos.

No tardo mucho en permanecer de pie, pues me desplomo en el suelo, adoptando la posición en la que estaba hace minutos. A ciegas, tomo una cucharada de mi cereal con leche. Ni siquiera me pasaba el cereal. Ni siquiera el azúcar que contenía lograba llenarme de energía.

Algo me pasaba.

A pesar de que la canción sigue reproduciéndose, mi mente sólo piensa una y otra vez la misma cosa:

¿Por qué me sentía así de vulnerable?

Mi pecho sube y baja. Me irrito porque no logro saber ni siquiera qué me pasa. Me había encerrado en mi cuarto ya hace una hora. Meg me había invitado a ver una serie con ella, pero no sentía ganas de nada.

Sigo comiendo cereal, pero me cuesta trabajo ya masticarlo. Se me ha hecho un nudo en la garganta. Mi vista se nubla y no lo entiendo hasta que unas gotas resbalan por mis mejillas. Suelto más lágrimas, estas no paran de salir. Es como si se hubiese destapado una cañería. Hago un recuento de la última vez que lloré, pero el primer recuerdo que se me viene a la mente es cuando me enteré que mi padre ya tenía a otra mujer. Aunque aparenté ser fuerte, me derrumbé por dentro. La persona a la que acudía cuando quería jugar, cuando necesité su ayuda para dibujar círculos y palitos en la escuela, la que me llevaba de acompañante a todas las convenciones a las que acudía y siempre me compraba una cajita de McDonald's; de la noche a la mañana, tenía que aceptar la idea de que ya no viviría con nosotras y se iría con otra mujer, para formar una nueva familia.

Jamás he llorado en frente de nadie, siempre reservo esas inmensas ganas cuando me encuentro sola, como pasa ahora.

Estoy metida no en un problema, sino en una catástrofe. Una catástrofe que implica el descontrol de mis emociones.

¿Por qué lloraba?

Lloraba de desesperación.

Desesperación por no saber frenar aquel nuevo sentimiento catastrofico.

Mierda Azul, no te dejes derrumbar.

Frénalo.

Desaste de él antes de que te perjudique más.

Me levanto de un brinco, y no por voluntad propia, sino que un relámpago me ha sacado un susto. Hago a un lado la cortina de la ventana y el cristal está empañado. Se ha nublado y ahora está lloviendo. Unos minutos después, el teléfono de casa suena. Se azota la puerta que colinda con mi cuarto, que pertenece a mi hermana. Al parecer va a atender el teléfono.

Me asomo una última vez por el cristal con una idea cruzando por mi mente. Si no iba a parar de pensar en la misma cosa, tenía que ocupar mi mente en otras cosas.

Tomo un abrigo de mi armario y me lo pongo, al mismo tiempo que unas botas. Cierro con cuidado la puerta de mi habitación, para no hacer ruido. Bajo las escaleras de dos en dos, apenas rozando las suelas de mis botas sobre los escalones. Mi hermana está apoyada en la recargadera de una silla con el teléfono pegado a su oído, de espaldas, así que no se da cuenta cuando salgo de la casa.

El aire corriendo con gran velocidad de inmediato golpea mi cara, y el abrigo que he traído, se impregna de agua en un pestañeo. Esto es una tormenta. Me inmovilizo en medio de la calle, sintiéndome un punto débil ante la tormenta. Puede derrumbarme con sus ráfagas de aire y hacerme todo lo que quiera, incluso llevarme volando con ella, como las hojas que arrastra.

Ahora, mi mente únicamente se concentra en el espantoso frío que cala mis huesos y en como la lluvia se encarga de arruinarme, más de lo devastada que ya estoy.

Ese era punto, no sentir nada más que la lluvia.

Mis oídos logran captar un sonido a lo lejos. A pesar de que parezco una piedra, mi sentido del oído ha salido del trance en que lo había sometido.

—¡Azul! ¡Qué estás haciendo! ¡Vuelve aquí! —grita Meg, desesperada. En verdad muestra preocupación.

Se introduce de nuevo a la casa y regresa con un paraguas en mano. Duda en salir, pero abre el paraguas y corre hacia mi dirección hasta que me siento protegida. Me lleva de vuelta a la casa, en donde mi ropa se encarga de formar grandes charcos de agua en el piso. Corre escaleras arriba por una toalla y yo me quedo quieta, cerca de la puerta. Mi cabello está húmedo, así que me muevo de lugar para ir a escurrirlo al baño de la planta baja. Mi hermana regresa con la toalla y la envuelve en mi espalda.

—¿Qué sucede contigo? —me reclama.

—Nada —murmuro. Mi voz se ha enronquecido y mi garganta empieza a picarme.

—¿Nada? —dice, incrédula—. ¿Salirte a parar en medio de una tormenta es normal para ti?

—Deja de hacer preguntas —manifiesto.

—Anda Azul, ¿qué provocó que perdieras la cabeza?

Me gira para encararme y me analiza el gesto. Abre los ojos con asombro.

—¿Has llorado? —dice, en un hilo de voz.

—No —le corto.

Le arrebato la toalla de las manos y la ocupo para secarme la cara. Mi reflejo en el espejo me da la respuesta, me ha delatado; tengo los ojos rojos y estoy hecha un desastre.

—Cámbiate de ropa o te hará daño.

—No tengo ganas —suelto apenas.

La hago a un lado para pasar y sentarme en el taburete que está cerca del comedor. Toso un par de veces. Lo que me faltaba. Mi hermana aparece, sin quitarme la mirada de encima.

—Confía en mí Azul. No estás bien.

Suspiro profundo.

—¿Quién ha llamado? —Le cambio de tema.

—Mamá. Dice que tiene mucho trabajo, que no la esperemos despiertas. Por mucho acabará en la madrugada.

—Genial. Entonces me iré a dormir ya.

Mentía, no tenía ni una pizca de sueño.

—Yo también iré a lavarme los dientes —dice.

Apagamos las luces de la planta baja y aseguramos la puerta principal. Subo primero a mi habitación, pero olvido cerrar la puerta detrás, por lo que Meg logra colarse adentro. Ignoro su presencia y empiezo a quitar las sábanas de mi cama.

—¿Quién te hizo llorar? —me pregunta desde el marco de la puerta.

—Nadie, Meg —respondo.

—Ya es hora de que dejes de mentir y de guardarte las cosas. A ti te ocurre algo —dice, apuntándome con su dedo índice—. Debe ser algo muy importante que hasta te ha hecho llorar

Frunzo los labios.

—Lloré de desesperación —digo, muy por lo bajo.

Mi hermana me incita a que prosiga, sólo se dedica a escucharme.

—Alguien me está haciendo sentir cosas raras —confieso, tirándome sobre la cama.

Meg se sienta en la esquina de la cama, acompañándome. La lluvia no ha cesado, pero al menos mi habitación se mantiene caliente. La única luz es la que mi lámpara de noche proyecta.

—¿Por qué son raras para ti? —cuestiona, mirándome.

—Porque jamás me había sentido así. Tal vez sólo vino a destruir mi existencia.

Azul, museo de desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora