Abro la puerta de mi recámara para que se ventile un poco y el escándalo de la lavadora me hace avanzar hacia el cuarto de lavado. Ahí está Meg, con un chongo mal hecho y vertiendo un chorro de suavizante a la lavadora. A su izquierda tiene dos cestos hasta el borde de ropa y uno vacío.
—¿Lavas mi ropa? —le pido, esperando que esta vez sea comprensiva de mis ánimos.
—Por supuesto que no —me gruñe.
Nos levantamos bravas, eh.
Como de costumbre, lavar la ropa significaba mal carácter.
—Tápate esas ojeras que pareces mapache —me dice mi hermana—. Por cierto, ¿ronqué anoche? Porque me duele la garganta.
—Roncaste, pero te di una patada y paraste —le sonrío con malicia.
—Recuérdame decirle a mamá que llame al plomero, así no tendré que dormir contigo.
La licuadora se oye en la planta baja. Si iba a bajar, necesitaba encontrar unas gafas. Sin que se dé cuenta, me adentro en su cuarto para tomar prestado una de sus gafas que reposan sobre el tocador con luces que tiene.
Me pongo unas con forma de corazón y con pasta roja, las menos extravagantes que puedo encontrar a la vista. Su cuarto es un desastre, ropa tirada en el suelo y todas sus pinturas de uñas regadas sobre la sábana de su cama. Teníamos que ser hermanas.
Huele a panqueques en la parte baja. Como cada sábado, mi madre está en la cocina preparando el desayuno. Abro la ventana de la cocineta y le doy los buenos días. Últimamente me regañaba por no darlos, para mí sólo era una simple frase.
Noto que se extraña por las gafas que traigo puestas pero no dice nada. Quizás ya nada le sorprendía viniendo de mí. Ella también había aplicado eso de las gafas oscuras, fue cuando nos desvelamos viendo la película de Hachi y al otro día tuvo que ir al trabajo con los ojos hinchados por tanto lloriqueo.
Debajo de la puerta algo hace sombra. Recojo los papeles; es el recibo de luz, el correo y un sobre morado pastel que me alerta en el primer segundo cuando veo una estampa de un biberón en el centro. Ignoro los otros papeles y abro el sobre morado con curiosidad.
Mi baby shower
Pongo los ojos en blanco y me dirijo al baño. Arrugo el papel con ayuda de mi puño y lo tiro en el inodoro para bajar la palanca en seguida.
Cuando quiero voltear, mi madre me espera en la cocina cruzada de brazos.
—¿Qué tiraste?
—Se me resbaló de las manos.
—Claro —dice no convencida.
—¿Cuánto crees que le hayan costado las invitaciones?
Mi madre me da una sonrisa cómplice con los labios y niega con la cabeza.
—Lávate las manos, ya está el desayuno —me ordena al misma tiempo que se adentra en la cocina para traer consigo un plato con una montaña de panqueques.
Abro el refrigerador y saco todos los aditamentos: la crema de cacahuate, la de avellanas, queso crema, mermelada. Este desayuno era uno de mis favoritos, y si mi madre lo preparaba, es que andaba de buenas.
Mi hermana baja las escaleras, gesticulando una mueca como si le doliera algo.
—Se me rompió una uña —hace un puchero.
—Es que no debiste lavar, mira las consecuencias —le digo, siguiéndole el juego—. Debiste dejar la ropa para lavarla dentro de un año.
Si alguien exageraba en el tamaño de las uñas, era mi hermana. Se ponía uñas de un metro. ¿Cómo no se le iban a quebrar?
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Azul, museo de desastres naturales
Teen FictionSi algo define a Azul Davis es su sarcasmo y su alma libre. Su familia no es el prototipo ideal, pero hacen el intento por mantenerla unida. Parece querer acabar el colegio de una mordida, pero lo que nunca imaginó surge en el último año, cuando con...