Solo amigos

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—¿Acaso piensas salir con esa cara también en las fotos de la graduación? —pregunté.

Sara me miró, sin dejar de tener el ceño fruncido, y luego volvió a mirar al frente, dando otra mordida a su barra de chocolate. Nos hallábamos sentados contra la pared en aquel pequeño jardín de la escuela, teniendo detrás el corredor que iba hacia la entrada, como en todas las horas de almuerzo de esa semana luego de terminar nuestra comida.

—Pues disculpa —respondió a secas—, pero no había muy buenos genes para escoger.

—¡Vamos, Sara! —contesté ignorando su respuesta sarcástica, sin esconder la gracia que me había causado—. Haber cambiado de escuela no es tan malo en realidad, si lo piensas bien.

—Claro. Es fácil para ti decirlo —dijo tras acomodar sus lentes sobre su nariz—. Tienen un buen equipo de baloncesto. Incluso en los torneos seguirás jugando contra las mismas escuelas que antes, pero, ¿qué hay de mí? ¿Qué voy a hacer en una escuela sin club de literatura?... ¡¿Cómo puede existir una escuela sin un club de literatura?!

Había pasado poco más de un mes desde que había iniciado el cuarto año de secundaria. Sin embargo, ese año nos habíamos visto forzados a cambiar de escuela debido a que harían una gran remodelación en nuestro antiguo instituto, y por lo tanto permanecería cerrado durante ese año.

Era difícil adaptarse al cambio. Dejaríamos de ver a muchos de nuestros compañeros y tendríamos que acostumbrarnos a un nuevo sistema. Y, aunque yo empezaba a adaptarme, para Sara era otra historia; sobre todo desde que se enteró de que la escuela no contaba con un club de literatura.

—¡Estás siendo casi tan pesimista como yo, Sara!  —reproché—. Tú habrías dicho más bien algo como: «Deberías al menos estar agradecido de que Dios te ha dado la oportunidad de estudiar. Hay tantos chicos que desearían estudiar y no pueden, Will». O algo como: «Si no hay un club de literatura, ¿vas a dejar que eso te frene? ¡Tú crea uno!».

Sara empezó a parecer pensativa.

—Quizás tengas razón. Debería dejar de quejarme y ser agradecida —concluyó.

En ese momento Darrel y Cristofer, dos chicos del club de baloncesto, pasaban por el corredor detrás de nosotros y se asomaron desde el otro lado del pequeño muro.

—¿Qué tal, chicos? —nos saludó Cristofer, y luego se dirigió a mí—. Will, no olvides traer el uniforme del equipo mañana, para el partido de práctica contra Santa Ana después de la escuela.

—No te preocupes Cris —respondí con una sonrisa, levantando la mirada hacia él—, no se me olvida.

Darrel, su compañero, que se había quedado un poco más atrás, se acercó y apoyó sus antebrazos en el muro.

—Tu novia puede quedarse a ver, si quiere —agregó él.

—Debes ser el onceavo de sus amigos al que tengo que ponerle en claro que no soy su novia —dijo Sara antes de que yo pudiera responder. Su sonrisa tenía cierto matiz de fastidio que me causó gracia—. ¿Es que acaso no se tienen amigas en el equipo de baloncesto?

—¿Amigas? —Darrel golpeó con su codo a Cristofer—. ¿Se refiere a alguna relación que tienen ustedes los cristianos cuando la iglesia les prohíbe tener citas?

Cristofer puso los ojos en blanco y luego apretó los labios en una extraña sonrisa.

—No le hagas caso —le dijo después a Sara—. Nos vemos luego, chicos.

Cristofer puso la mano en el hombro de su amigo y lo forzó a andar en el pasillo, a pesar de que aquel insistía en quedarse a molestar con su alarde de cómo le encantaba jugar con los corazones de todas las chicas del instituto.

Lo que dicta el corazón 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora