Incapaz de ser amada

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Mamá tocó a la puerta de mi habitación y anunció que un chico me buscaba. Me paralicé un momento preguntándome con el ceño fruncido quién podría ser.

—Cristofer, es su nombre —mi madre completó el anuncio al escuchar mi silencio desde el otro lado de la puerta.

Cerré los ojos y suspiré. No podía ser verdad.

—Ya voy —respondí.

Era el día anterior al campamento y estaba arreglándome el pelo a puertas cerradas en mi habitación. A mamá no le encantaba que tuviera la puerta cerrada, pero yo quería probar algo nuevo para el campamento y decidí rizarme el cabello. Sabía que me demoraría en ello, y sabía que a mi madre le haría sentir comezón en la espina cada segundo por el simple hecho de parecerle innecesario y algo que ella no haría. A decir verdad, todo le hacía sentir comezón en la espina y le generaba una opinión no muy grata, pero me incomodaba de manera especial lo que tenía que decir acerca de cuestiones que podrían afectar cómo me sentía conmigo misma.

Era mucho lo que yo había que tenido que superar y lo que aún superaba, y mucho era causado por ella. Sabía que era incapaz de pensar en lo que sucedía en mi corazón o le importaba muy poco. Estaba segura de que solo pensaba en él como el órgano de músculo que bombea sangre al cuerpo. No sabía el potencial tan grande que tenía de herirlo y la frecuencia con la que lo hacía. Precisamente porque no sabía, la perdonaba. Solo intentaba exponerme lo menos posible a que continuara haciéndolo.

Luego de mi anuncio de que saldría, mamá se alejó de la puerta. Entonces me pregunté qué haría con el lío que tenía. Mi cabello estaba húmedo, untado de la máscara para rizar el cabello y vestía los harapos que sabía que podría arruinar sin problema. ¡Estaba segura de que, si un martillo golpeaba mis hombros en ese momento, terminaría quebrándose en mil pedazos! Supe que no podría arreglar ese desastre, pero podía esconderlo. Me puse un abrigo de capucha para ocultar los harapos húmedos y saqué un bonito gorro de lana, en el cual podía esconder mi cabello en emergencias como esta. Cuando abrí la puerta lo encontré allí parado, mirando hacia la calle. Había dejado en la acera una hermosa bicicleta en la que había llegado hasta allí.

—Hola, Cris —saludé, dejando escapar, sin quererlo, una mirada que preguntaba qué hacía allí en mi casa un viernes casi a las ocho de la noche.

—Hola, Sara —respondió con el entusiasmo de siempre—. Estaba por aquí cerca y quise pasar para ver cómo seguías.

—¿De la gripe, dices? No, ya no la tengo. Apenas quedan las últimas molestias.

—¿Y ya estás al día en las tareas? Si necesitas que te preste alguna o que te explique algo...

—No, no te preocupes. Ya me puse al día —respondí con una sonrisa.

—Ah, claro. Will es un amigo muy atento.

—Sí. Eso creo.

Y ahí lo vi otra vez, eso que había entre Will y Cristofer que parecía hacer que no se cayeran muy bien. No lo entendía, ambos eran chicos geniales. Pensaba en que me encantaría poder ayudarlos a resolver aquello.

—Entonces, ¿todo listo para el campamento? —pregunté para volver a romper el hielo.

—Así es. Algo me dice que será genial. Seguro que podremos conversar más de lo que lo hacemos en clase.

—Seguro.

—¿Y cómo llegarás a la Escuela Central? —indagó.

Todos los recintos de nuestro instituto participarían del campamento. El lugar se encontraba en una provincia distante, así que nuestros padres tenían indicaciones de dejarnos directo en la Escuela Central para partir de allí en toda una flotilla de autobuses turísticos

Lo que dicta el corazón 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora