Yo soy su mejor amigo

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Mabel giró la llave, abrió la puerta del cuarto y encendió la luz. Era pequeño, había estanterías, cajas y armarios llenos de cosas.

—Perdona el desorden —dijo—. Puedes poner la guitarra en aquella esquina.

—Te lo agradezco mucho, me estás sacando de un apuro —respondí, entrando—. Sara se enojará mucho si no llego para el Encuentro de Bienvenida, y llegar con esta guitarra encima sería un verdadero problema.

—No te preocupes, no se entra a este cuarto con mucha frecuencia.

Dejé la guitarra donde Mabel me había indicado y salí de inmediato. Ella apagó la luz y se dispuso a cerrar.

—¿Cómo va lo de la confesión? —preguntó echándome una mirada risueña, mientras ponía el candado en la puerta de rejas que había fuera.

—Pues pensé en mil maneras de hacerla, pero no tenía un buen pronóstico para ninguna. No sabría expresarle todo lo que quiero decir, así que... —Abrí mi mochila y saqué un sobre—. Le escribí una carta. Ella siempre ha dicho que le gustan los romances a la antigua. Pensé que le gustaría. ¿Qué dices? ¿Te parece... cobarde?

—Lo que importa es que seas claro y sincero —respondió, mostrándome una sonrisa—. Espero que te vaya muy bien con eso.

Respiré profundo.

—Yo también.

—Bueno, será mejor que te apresures —sugirió mirando su reloj—. Dijiste que tu profesor te esperaría hasta las 3:00 p.m., ¿no? Te quedan unos veinte minutos.

—Tienes razón, tengo que correr —respondí, poniéndome en marcha—. ¡Nos vemos luego!

Tan rápido como mis pies me lo permitieron, caminé hacia la avenida para tomar el transporte público. Mientras esperaba en la parada, mi teléfono sonó. Era una videollamada de Sara.

—¡Hola, Will! Solo llamo para mortificarte. Mira de lo que te estás perdiendo.

Sara cambió la cámara y me mostró su alrededor. Estaba frente al salón de reuniones. La entrada estaba decorada muy creativamente. Era tentador tomarse fotos junto al lema del campamento que habían encargado a hacer en gran tamaño con espuma de polietileno. Del lado contrario al salón podía verse como empezaban a reunir la leña para la fogata que encenderían luego de la bienvenida.

—Vaya, tienes razón, se ve genial. Ya quisiera estar ahí —le dije.

—¿Dónde estás? ¿Ya estás de camino? —preguntó.

—Sí, acabo de salir. Estoy esperando transporte hacia Los Trabucos.

—¿Esperando transporte, dices? ¿Te refieres a transporte público? ¿No dijiste que pedirías un taxi?

—Nunca dije eso —respondí riendo.

—William de la Cruz, deja los juegos. Si quieres te lo pago de mis ahorros cuando llegues, pero pide un taxi.

Su actitud maternal me divertía mucho. Se me ocurrió hacer una pequeña broma.

—Sara... ¿quieres calmarte? Nada va a pasar. Solo tengo que caminar un pequeño tramo en Los Trabucos, y acá en Villa Hortensias es muy seguro, ya verás que... —Alcé la mirada por encima del teléfono y fingí hablar con otra persona—. ¿Qué?... ¿Cómo que mi teléfono?... ¡No! ¡No voy a darte mi teléfono!...

Empecé a mover el teléfono fingiendo un forcejeo, mientras seguía emitiendo palabras entrecortadas dirigidas a un asaltante imaginario. Entonces decidí terminar la broma, pero justo antes ocurrió lo peor. El teléfono se resbaló de mis manos y cayó en la acera. Me apresuré a levantarlo. No se había roto la pantalla, pero al intentar encenderla noté que se había apagado el teléfono.

Lo que dicta el corazón 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora