Crisis

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Le pedí a Sara que me acompañara hasta los dormitorios. Esperé hasta estar allí, lejos de todos, para decirle lo que había ocurrido. Cuando lo hice, la expresión de Sara no cambió. Se mantuvo mirándome en silencio por unos segundos.

—Ah, ya veo —dijo cuando ya empezaba a preguntarme si me había escuchado—. Iré por mis cosas.

Le entregué el guarda-sacos que su madre me había pedido pasar a recoger primero. Tenía un atuendo más apropiado para un funeral. Le dije que también me cambiaría para ir con ella. No tenía un pantalón formal, pero tenía una camisa oscura y zapatos negros que usaría para el evento de la última noche. Terminé primero y la esperé fuera de su dormitorio.

—¿Dónde está tu maleta? —le pregunté cuando salió.

—Cierto, mi maleta.

Me pidió sostener la mochila pequeña que llevaba y entró al dormitorio. Salió con la maleta unos minutos después y me pidió la mochila. Cuando se la enganchó al hombro empezamos a caminar.

—Sara... —llamé su atención al ver que no arrastraba la maleta. La había dejado justo donde se había detenido a colocarse la mochila.

La vi darse cuenta de que la había olvidado otra vez y noté que tardaba en reaccionar. Se veía ida, parecía ausente. Entonces, en lugar de insistir, decidí regresar para tomar la maleta y arrastrarla por ella. Llegamos hasta su madre. No se dirigieron la palabra, lo cual les era normal. Sara subió a la parte de atrás.

—¿Puedo acompañarlas? —le pregunté a su madre.

—No tienes que dejar el campamento, Will —respondió—, sería una pena.

—No se preocupe, de todos modos, no tendré muchos ánimos de estar en el campamento con esta situación.

Ella asintió y subimos al vehículo.

Sara pasó todo el viaje mirando por la ventana. Todavía no había brotado una lágrima de sus ojos, pero no paraba de mover los dedos golpeando el asiento. Cuando me pareció que eso agravaría su ansiedad, extendí mi mano para tomar la suya. Ella me miró. Intenté confortarla con mi expresión. Ella apretó mi mano y siguió mirando hacia la ventana.

Cuando llegamos, había demasiadas personas en la capilla. Su abuela era una señora muy querida. La madre de Sara daba y recibía muchos pésames en el camino, Sara apenas respondía y no abundaba en palabras cuando se dirigían a ella personalmente. Yo pasé casi por desapercibido, no conocía prácticamente a nadie en aquel lugar. Al llegar al frente, Sara y su madre aguardaron a que se despejara un poco el féretro. Cuando sucedió, nos acercamos. Sara caminó hacia él casi tropezándose con sus propios pies. Miró el rostro pacífico de la fenecida, y su respiración empezó a parecer más agitada.

—No puede ser —pronunció de manera casi inaudible.

Puse una mano en su espalda con cuidado.

—Ella era una gran mujer de Dios —le dije en un susurro—. Estoy seguro que en este momento se encuentra descansando a su lado. Ella está bien, Sara.

Sara tomó una bocanada de aire.

—Ella debe estar bien, por supuesto, pero... ¿qué hay de mí? —respondió Sara. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas—. Ella era todo lo que tenía. Ella era toda la familia que me quedaba.

Miré a su madre, que estaba junto a ella. La señora había escuchado a su hija y, con un suspiro, parecía aguantar las ganas de poner los ojos en blanco; pero ignoró el comentario.

—No puede hacerlo... —continuó Sara, negando con la cabeza—. No puede irse... No puede dejarme sola.

Su llanto se intensificó poco a poco hasta que tuvo que apoyar sus brazos en el ataúd y colocar su cabeza sobre ellos para llorar con todas sus fuerzas.

La madre de Sara parecía pretender apartarse ya del frente. Puso la mano sobre la espalda de su hija y dio dos palmaditas.

—Ven, Sara.

Sara no hizo caso, por lo contrario, su angustia pareció crecer de repente. Su llanto se intensificó, pareció perder la fuerza en sus rodillas y cayó al suelo, desconsolada. Su llanto me desgarró el alma, no pude evitar llorar también. Su madre, por otro lado, miró a su alrededor con disimulo, parecía estar pensando en alguna manera de detenerla. Finalmente, se agachó hasta alcanzar su hombro y respiró profundo.

—¿En serio tienes que hacer de esto uno de tus dramas?... Sin duda alguna no dejas pasar una ocasión para avergonzarme frente a todos y hacerme ver como la madre fracasada de la familia. ¿No habías tenido suficiente tiempo para gritar lo que se te antojara en una hora de camino?... Yo soy su hija. Si alguien está realmente afectada por su partida soy yo y no he perdido la compostura, así que compórtate, ¿quieres?

—¿Acaso eso no te preocupa, mamá? —respondió Sara, levantando la cabeza—. No has derramado una lágrima por ella hasta ahora, ¡ni una sola! ¿Crees que eso es normal? —al decir aquello, llamó la atención de algunos de los presentes—. Era todo para ti. Nadie te había amado como ella, nadie supo soportarte como ella, ¡ni siquiera yo! Era todo lo que tenías... ¿Yo estoy siendo demasiado sensible? ¿No te has comenzado a preguntar si quizás será que tú no tienes un corazón en ese pecho?

Al dejar de hablar, Sara se entregó nuevamente al llanto. Su madre tiró de su brazo para motivarla a levantarse.

—Sara, ven, es suficiente.

—¿Suficiente? —respondió Sara alterada, poniéndose en pie—. ¡No es suficiente! Podría pasar toda una semana pegada a este ataúd y no sería suficiente. Ella era todo lo que tenía y se ha ido. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo podré soportar sin ella? ¡¿Cómo podré soportarte a ti sin ella?!...

El impacto de la mano de la señora sobre la mejilla de su hija, resonó en toda la capilla, provocando el silencio de todos. Sara quedó paralizada con la cara desviada hacia un lado, sus gafas habían saltado de su rostro y caído al suelo, su llanto se había detenido repentinamente con aquella bofetada, al igual que mi corazón.

—No importa qué tanto pierdas el control, ¡jamás me vas a hablar de esa manera! ¿Entendiste? —rugió Elizabeth.

Sara levantó la mano hacia su mejilla. Sus ojos volvieron llenarse de lágrimas. Se dio la vuelta y corrió hacia fuera. Mi quijada había caído, mi corazón iba a saltar de mi pecho. Miraba a la madre de Sara, preocupándome de que esa mirada estuviera diciendo demasiado. La señora recuperó la compostura. Se agachó para tomar los lentes de Sara junto con uno de los cristales que se había salido, plegó los lentes y me entregó ambas piezas. Luego volvió a dar el frente al ataúd y levantó una mano para masajearse el entrecejo con los ojos cerrados.

Salí de la capilla para ir detrás de Sara. No tenía idea a dónde habría ido. Corrí hacia la cafetería, pero no estaba allí. Pasé frente al baño de damas, pero no la escuchaba. Cuando salió de allí una chica, pregunté si la había visto dentro, pero su respuesta fue negativa. Volví a pasar frente a la capilla, al parecer se había dirigido al lado contrario. Al pasar por el estacionamiento, llamó mi atención ver a su madre alejarse deprisa hacia el vehículo. Abrió la puerta, subió y se encerró dentro. Por un momento pensé que iría a algún sitio, pero tras notar que no encendía el vehículo, decidí seguir mi camino.

Atravesé un pasillo de paredes abiertas y, al asomarme por encima de uno de los muros, encontré a mi amiga sentada en el concreto, llorando. Di la vuelta al muro, me arrodillé a su lado y la atraje a mi pecho para que siguiera llorando en mi abrazo.

No te pierdas el siguiente capítulo: «No esperes un milagro».

Lo que dicta el corazón 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora